AGONÍA
El tiempo parecía haberse detenido. Ambos contrincantes
estaban completamente desconcertados ante lo que acababa de ocurrir.
Permanecían inmóviles, petrificados por la sorpresiva aparición y por lo que
parecía ser el desenlace de la titánica lucha. Samael fue el primero en
reaccionar, tenía la victoria a una distancia insignificante de la punta de su
espada y su orgullo y su soberbia le alentaron a seguir adelante.
– ¡No, ahora no! – dijo con una voz negra que escapaba entre
sus dientes apretados y echó todo su peso sobre la empuñadura para intentar
lograr salvar el mínimo recorrido que le quedaba para destruir a Azael.
– ¡Basta!, hemos dicho – respondió la voz, esta vez con un
ligero toque de hastío – pues no será esta noche cuando se dirima el principio de
las cosas.
Y acto seguido la otra mano infantil asió las muñecas de
Samael y apretó tan fuerte que obligó a este a soltar la espada y dar un paso
atrás. A continuación el niño agarró la hoja por su medio, la volteó hasta la
horizontal y mirando fíjamente con sus ojos grises a Samael, añadió:
– Te previnimos del uso de esta espada y no Nos has
escuchado. Por tu causa, no existe futuro para ella. Observa ahora las
consecuencias de tus actos.
Samael contempló atónito cómo lentamente las llamas
adyacentes a la mano fueron adquiriendo una tonalidad más apagada, perdiendo
brillo y substancia, las lenguas de fuego se movían más lentamente y con
trabajo. Las llamas se estaban congelando en medio de un insufrible chirrido
como el producido por una poderosa fricción de metal contra metal desnudo, el
grito de un poder arcano que desaparece. La espada quedó rígida en poco tiempo,
exhibiendo una hoja cubierta de picos de hielo bajo los cuales aún fluía muy
lentamente un río de fuego espeso. El Verbo entonces asió la empuñadura, alzó
la espada, elevó su rodilla derecha y descargó un golpe terrible sobre ella, de
tal forma que la hoja estalló en una miríada de partículas de hielo y fuego en
mitad de un rugido ensordecedor al que siguió un lúgubre silencio. Luego lanzó la
empuñadura al aire y esta se transformó en un cuervo que saliendo de la cripta se
fue elevando en el cielo con aire melancólico hasta desaparecer. Entonces el
silencio quedó roto por el rumor de un suave soplo de viento y por el sonido de
una gota que por fin terminó de llegar al charco.
El Verbo se volvió hasta donde Azael seguía arrodillado y
tomándolo por la barbilla le dijo con dulzura:
– ¿Por qué?
Y por la mente de un Azael al borde de las lágrimas de
agradecimiento cruzaron como relámpagos millones de sólidas razones que
respaldaban su comportamiento pero, aún turbado por el miedo pasado y por el
alivio presente solo acertó a decir:
– Así debía ser.
El niño comprendió al instante todo lo que pasaba por su
cabeza y entendió sus motivaciones. Le acarició la mejilla con el dorso de la
mano atrapando una lágrima entre sus pequeños dedos. Posó su mano sobre la
cabeza del ángel arrodillado y suspiró. Se acercó al montículo de negro polvo
que antes había sido un guardia de la llama y cogiendo un puñado lo depositó
entre las manos de Azael diciéndole:
– Así es. Ahora vuelve con tus hermanos y arroja estas
cenizas en las aguas del lago. Pronto tus legiones volverán a ser cuatro.
Dicho esto, Azael se incorporó y caminó hasta Samael, quien
había permanecido en un respetuoso silencio. Apoyó su mano en el hombro del
caído y le expresó, ya sin resto alguno de resentimiento ni amargura:
– Adiós hermano. En este punto me despido de ti de forma
irremediable, pues mi corazón presiente que no hemos de volver a vernos hasta
que se complete el ciclo de los tiempos. Te deseo paz en tu camino y luz para
tus días.
– Una y otra me fueron negadas, ya no las añoro. – Le
respondió.
– En cualquier caso te las deseo en recuerdo de lo que una
vez fuiste.
Y diciendo esto dirigió su verde mirada y sus pasos a la
escalera de piedra que partía de la cripta y moría en el frío aire nocturno,
que lo acogió en un abrazo gélido antes de desaparecer.
Samael quedó un tanto melancólico. Los recuerdos, otra vez
aquellos condenados recuerdos… Se volvió para buscar al Verbo y lo encontró al
fondo de la cripta, sentado en la piedra del altar, balanceando sus pequeños
pies en el vacío y se dirigió allí deteniéndose al pie de los tres escalones.
El niño estaba bañado por la luz de la luna, que luchaba con el tenue brillo
dorado que exhalaba su cuerpo.
– Y ahora que – dijo Samael con las palmas extendidas.
– ¿Ahora?, las cosas seguirán como están, aún tienes mucho
trabajo que hacer y percibimos que te gusta lo que haces, has alcanzado gran maestría
en tu labor. Colmas nuestras expectativas con cada gesta que acometes.
– Te oigo hablar y aún me cuesta trabajo creer que todo esto
pueda haber nacido de ti, es contrario a tu naturaleza.
– ¿Tú crees?, eso es muy interesante pero somos más complejo
de lo que ninguna criatura, incluso una tan perfecta como tú, podría siquiera
llegar a imaginar. Nuestras motivaciones se encierran en lo más profundo de Nos
mismos, allí donde nadie más que Nos puede llegar.
– Esa es una verdad que he aprendido con dolor.
El Verbo permaneció callado unos instantes, apoyó ambos
brazos en la piedra y detuvo el balanceo de sus piernas. Bajó la cabeza y quedó
mirando pensativamente el suelo. Samael no pudo dejar de observarle; era lo que
tanto tiempo había deseado, volver a sentirlo junto a él, volver a sentir la
ardiente compañía de la mística presencia, el calor de la fuente de la vida.
Estaba extasiado, ensimismado en sus pensamientos cuando el Verbo prosiguió.
– Nos has desobedecido. – Dijo el niño con algo de tristeza –
Cuando te encomendamos tu tarea solo te restringimos a una condición y no la
has respetado. No debiste usar nuestra espada contra uno de nuestros hijos.
– ¿Acaso debía permanecer inerte cuando mi propia existencia
corría peligro por la iniciativa propia de uno de tus más poderosos hijos? –
sentenció Samael, consciente de que había usado medios desorbitados.
– Veo que el tiempo te ha vuelto soberbio y muy pagado de ti
mismo.
– No fue el tiempo, sino la carga que me impusiste, recuerda
que me propusiste un dilema insoluble, en el que cada uno de los dos caminos
posibles conducía lejos de ti.
– Tss, tss, tss no sigas por ahí, hijo Nuestro, eso ya quedó
zanjado cuando aceptaste la misión. Pero el hecho es que nos has desobedecido,
y tú mejor que nadie debe saber que para cada falta hay un castigo, y ¿cuál
habría de ser el tuyo?, pues aunque no te des cuenta lo estás sufriendo en este
preciso instante.
Samael quedó pensativo, no alcanzaba a comprender bien lo
que… la sangre se le heló en las venas, ahora lo veía y su castigo era de una
inteligencia poco común.
– Veo que ahora tus ojos ven claro lo que claro estuvo desde
que aparecimos aquí. Te condenamos a un segundo desarraigo, y te aseguramos que
será peor que el primero.
A pesar de llevar dentro de sí mismo la semilla de la
ingratitud, el odio y la soberbia, Samael durante miles de años había anhelado
de forma desesperada el reencuentro con su creador, con su padre, pues aunque
caído, su naturaleza seráfica le impulsaba a estar cerca de la divinidad. Estar
junto a ella le reconfortaba, le aliviaba, le servía de apoyo, era como la
calma tras la tormenta y ahora había vuelto a disfrutar esa paz. Samael sabía de
sobra que el Verbo podría haber intervenido sin necesidad alguna de acercarse
hasta donde él y Azael luchaban a vida o muerte, el solo deseo de que parasen
habría bastado, pero había aparecido allí para que el caído gozara de su
presencia y poder así quitársela al cabo de poco tiempo, condenándolo a un
segundo desarraigo.
La comprensión de aquel hecho le sacudió de tal forma que le
hizo perder la presencia del ánimo, le temblaron las piernas y finalmente cayó
de rodillas con los brazos extendidos y la cerviz doblada ante el altar.
Escasos instantes después, sus lágrimas humedecían el polvo del suelo.
– Escucha mi ruego, Elohim – suplicó Samael de forma sincera;
con los ojos arrasados en lágrimas y la voz quebradiza estaba en un estado de
nervios y lucha interna que había superado hacía miles de años y que ahora
volvía con renovada violencia – ya pasé por esto y casi acaba conmigo. Hazme la
merced de no condenarme de nuevo a lo mismo, no podría soportarlo.
– No imaginas cómo lamentamos el verte así, no en vano eres
nuestro hijo más querido, pero ya no hay remedio a eso que nos pides – dijo el
Verbo bajando de la piedra y yendo a sentarse justo frente a su ángel caído.
Acercó una mano y acarició la de su hijo.
– No es justo, no es justo, no es justo… – repetía Samael
sacudiendo la cabeza entre sollozos de forma monótona, como recitando una
salmodia que fuera capaz de alejar de él aquella terrible realidad.
Los sollozos se convirtieron en llanto abierto, y este en
gritos desesperados de dolor infinito que rompieron el silencio de la noche y
perturbaron la paz de las piedras y la hierba, pero pronto todo quedó de nuevo
sumido en la tranquilidad del sueño nocturno. Finalmente, se recompuso lo
suficiente como para poder seguir hablando.
– No te necesito, ya pasé por esto yo solo y volveré a
hacerlo de nuevo, resurgiré del abismo en que me sumes. Pero esta vez seré yo
el que te despide. Yo soy la estrella de la mañana y la luz de las estrellas
nunca se observará junto a la del Sol. Déjame ahora.
– Sea.
Y dicho esto, el niño se puso de pie y se dirigió a la
escalera. A mitad del ascenso se giró y casi con un susurro se dirigió a la
figura que seguía postrada en el suelo.
– No olvides Lucifer que Nos somos el principio rector.
Y Samael cuya lucha interna estaba próxima a terminar, pues
el odio se imponía sobre su naturaleza angélica solo acertó a añadir con otro
susurro hosco, duro, áspero y nocivo:
– Olvídate de mi, Elohim – y mentalmente añadió – por piedad.
El Verbo, desde las escaleras lo observó llorar y pensó “Cómo
podríamos olvidarte”. Nunca podría olvidar el sacrificio de su hijo más amado.
Y siguió ascendiendo hasta que sus pies desaparecieron por la abertura de la
cripta dejando atrás el más lacerado grito de dolor desgarrado que nunca se oyó
en la tierra, el cielo o el abismo.
Las tinieblas eran insondables, inabarcables.
El silencio era más que ausencia de sonido alguno.
Unos ojos inyectados en sangre y enrojecidos por el llanto y
el dolor.
Una naturaleza.
“Resurgiré de mi abismo, yo soy la estrella de la mañana.”
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