domingo, 26 de octubre de 2014

La clave de bóveda 6/7

AGONÍA

El tiempo parecía haberse detenido. Ambos contrincantes estaban completamente desconcertados ante lo que acababa de ocurrir. Permanecían inmóviles, petrificados por la sorpresiva aparición y por lo que parecía ser el desenlace de la titánica lucha. Samael fue el primero en reaccionar, tenía la victoria a una distancia insignificante de la punta de su espada y su orgullo y su soberbia le alentaron a seguir adelante.

– ¡No, ahora no! – dijo con una voz negra que escapaba entre sus dientes apretados y echó todo su peso sobre la empuñadura para intentar lograr salvar el mínimo recorrido que le quedaba para destruir a Azael.

– ¡Basta!, hemos dicho – respondió la voz, esta vez con un ligero toque de hastío – pues no será esta noche cuando se dirima el principio de las cosas.

Y acto seguido la otra mano infantil asió las muñecas de Samael y apretó tan fuerte que obligó a este a soltar la espada y dar un paso atrás. A continuación el niño agarró la hoja por su medio, la volteó hasta la horizontal y mirando fíjamente con sus ojos grises a Samael, añadió:

– Te previnimos del uso de esta espada y no Nos has escuchado. Por tu causa, no existe futuro para ella. Observa ahora las consecuencias de tus actos.

Samael contempló atónito cómo lentamente las llamas adyacentes a la mano fueron adquiriendo una tonalidad más apagada, perdiendo brillo y substancia, las lenguas de fuego se movían más lentamente y con trabajo. Las llamas se estaban congelando en medio de un insufrible chirrido como el producido por una poderosa fricción de metal contra metal desnudo, el grito de un poder arcano que desaparece. La espada quedó rígida en poco tiempo, exhibiendo una hoja cubierta de picos de hielo bajo los cuales aún fluía muy lentamente un río de fuego espeso. El Verbo entonces asió la empuñadura, alzó la espada, elevó su rodilla derecha y descargó un golpe terrible sobre ella, de tal forma que la hoja estalló en una miríada de partículas de hielo y fuego en mitad de un rugido ensordecedor al que siguió un lúgubre silencio. Luego lanzó la empuñadura al aire y esta se transformó en un cuervo que saliendo de la cripta se fue elevando en el cielo con aire melancólico hasta desaparecer. Entonces el silencio quedó roto por el rumor de un suave soplo de viento y por el sonido de una gota que por fin terminó de llegar al charco.

El Verbo se volvió hasta donde Azael seguía arrodillado y tomándolo por la barbilla le dijo con dulzura:

– ¿Por qué?

Y por la mente de un Azael al borde de las lágrimas de agradecimiento cruzaron como relámpagos millones de sólidas razones que respaldaban su comportamiento pero, aún turbado por el miedo pasado y por el alivio presente solo acertó a decir:

– Así debía ser.

El niño comprendió al instante todo lo que pasaba por su cabeza y entendió sus motivaciones. Le acarició la mejilla con el dorso de la mano atrapando una lágrima entre sus pequeños dedos. Posó su mano sobre la cabeza del ángel arrodillado y suspiró. Se acercó al montículo de negro polvo que antes había sido un guardia de la llama y cogiendo un puñado lo depositó entre las manos de Azael diciéndole:

– Así es. Ahora vuelve con tus hermanos y arroja estas cenizas en las aguas del lago. Pronto tus legiones volverán a ser cuatro.

Dicho esto, Azael se incorporó y caminó hasta Samael, quien había permanecido en un respetuoso silencio. Apoyó su mano en el hombro del caído y le expresó, ya sin resto alguno de resentimiento ni amargura:

– Adiós hermano. En este punto me despido de ti de forma irremediable, pues mi corazón presiente que no hemos de volver a vernos hasta que se complete el ciclo de los tiempos. Te deseo paz en tu camino y luz para tus días.

– Una y otra me fueron negadas, ya no las añoro. – Le respondió.

– En cualquier caso te las deseo en recuerdo de lo que una vez fuiste.

Y diciendo esto dirigió su verde mirada y sus pasos a la escalera de piedra que partía de la cripta y moría en el frío aire nocturno, que lo acogió en un abrazo gélido antes de desaparecer.

Samael quedó un tanto melancólico. Los recuerdos, otra vez aquellos condenados recuerdos… Se volvió para buscar al Verbo y lo encontró al fondo de la cripta, sentado en la piedra del altar, balanceando sus pequeños pies en el vacío y se dirigió allí deteniéndose al pie de los tres escalones. El niño estaba bañado por la luz de la luna, que luchaba con el tenue brillo dorado que exhalaba su cuerpo.

– Y ahora que – dijo Samael con las palmas extendidas.

– ¿Ahora?, las cosas seguirán como están, aún tienes mucho trabajo que hacer y percibimos que te gusta lo que haces, has alcanzado gran maestría en tu labor. Colmas nuestras expectativas con cada gesta que acometes.

– Te oigo hablar y aún me cuesta trabajo creer que todo esto pueda haber nacido de ti, es contrario a tu naturaleza.

– ¿Tú crees?, eso es muy interesante pero somos más complejo de lo que ninguna criatura, incluso una tan perfecta como tú, podría siquiera llegar a imaginar. Nuestras motivaciones se encierran en lo más profundo de Nos mismos, allí donde nadie más que Nos puede llegar.

– Esa es una verdad que he aprendido con dolor.

El Verbo permaneció callado unos instantes, apoyó ambos brazos en la piedra y detuvo el balanceo de sus piernas. Bajó la cabeza y quedó mirando pensativamente el suelo. Samael no pudo dejar de observarle; era lo que tanto tiempo había deseado, volver a sentirlo junto a él, volver a sentir la ardiente compañía de la mística presencia, el calor de la fuente de la vida. Estaba extasiado, ensimismado en sus pensamientos cuando el Verbo prosiguió.

– Nos has desobedecido. – Dijo el niño con algo de tristeza – Cuando te encomendamos tu tarea solo te restringimos a una condición y no la has respetado. No debiste usar nuestra espada contra uno de nuestros hijos.

– ¿Acaso debía permanecer inerte cuando mi propia existencia corría peligro por la iniciativa propia de uno de tus más poderosos hijos? – sentenció Samael, consciente de que había usado medios desorbitados.

– Veo que el tiempo te ha vuelto soberbio y muy pagado de ti mismo.

– No fue el tiempo, sino la carga que me impusiste, recuerda que me propusiste un dilema insoluble, en el que cada uno de los dos caminos posibles conducía lejos de ti.

– Tss, tss, tss no sigas por ahí, hijo Nuestro, eso ya quedó zanjado cuando aceptaste la misión. Pero el hecho es que nos has desobedecido, y tú mejor que nadie debe saber que para cada falta hay un castigo, y ¿cuál habría de ser el tuyo?, pues aunque no te des cuenta lo estás sufriendo en este preciso instante.

Samael quedó pensativo, no alcanzaba a comprender bien lo que… la sangre se le heló en las venas, ahora lo veía y su castigo era de una inteligencia poco común.

– Veo que ahora tus ojos ven claro lo que claro estuvo desde que aparecimos aquí. Te condenamos a un segundo desarraigo, y te aseguramos que será peor que el primero.

A pesar de llevar dentro de sí mismo la semilla de la ingratitud, el odio y la soberbia, Samael durante miles de años había anhelado de forma desesperada el reencuentro con su creador, con su padre, pues aunque caído, su naturaleza seráfica le impulsaba a estar cerca de la divinidad. Estar junto a ella le reconfortaba, le aliviaba, le servía de apoyo, era como la calma tras la tormenta y ahora había vuelto a disfrutar esa paz. Samael sabía de sobra que el Verbo podría haber intervenido sin necesidad alguna de acercarse hasta donde él y Azael luchaban a vida o muerte, el solo deseo de que parasen habría bastado, pero había aparecido allí para que el caído gozara de su presencia y poder así quitársela al cabo de poco tiempo, condenándolo a un segundo desarraigo.

La comprensión de aquel hecho le sacudió de tal forma que le hizo perder la presencia del ánimo, le temblaron las piernas y finalmente cayó de rodillas con los brazos extendidos y la cerviz doblada ante el altar. Escasos instantes después, sus lágrimas humedecían el polvo del suelo.

– Escucha mi ruego, Elohim – suplicó Samael de forma sincera; con los ojos arrasados en lágrimas y la voz quebradiza estaba en un estado de nervios y lucha interna que había superado hacía miles de años y que ahora volvía con renovada violencia – ya pasé por esto y casi acaba conmigo. Hazme la merced de no condenarme de nuevo a lo mismo, no podría soportarlo.

– No imaginas cómo lamentamos el verte así, no en vano eres nuestro hijo más querido, pero ya no hay remedio a eso que nos pides – dijo el Verbo bajando de la piedra y yendo a sentarse justo frente a su ángel caído. Acercó una mano y acarició la de su hijo.

– No es justo, no es justo, no es justo… – repetía Samael sacudiendo la cabeza entre sollozos de forma monótona, como recitando una salmodia que fuera capaz de alejar de él aquella terrible realidad.

Los sollozos se convirtieron en llanto abierto, y este en gritos desesperados de dolor infinito que rompieron el silencio de la noche y perturbaron la paz de las piedras y la hierba, pero pronto todo quedó de nuevo sumido en la tranquilidad del sueño nocturno. Finalmente, se recompuso lo suficiente como para poder seguir hablando.

– No te necesito, ya pasé por esto yo solo y volveré a hacerlo de nuevo, resurgiré del abismo en que me sumes. Pero esta vez seré yo el que te despide. Yo soy la estrella de la mañana y la luz de las estrellas nunca se observará junto a la del Sol. Déjame ahora.

– Sea.

Y dicho esto, el niño se puso de pie y se dirigió a la escalera. A mitad del ascenso se giró y casi con un susurro se dirigió a la figura que seguía postrada en el suelo.

– No olvides Lucifer que Nos somos el principio rector.

Y Samael cuya lucha interna estaba próxima a terminar, pues el odio se imponía sobre su naturaleza angélica solo acertó a añadir con otro susurro hosco, duro, áspero y nocivo:

– Olvídate de mi, Elohim – y mentalmente añadió – por piedad.

El Verbo, desde las escaleras lo observó llorar y pensó “Cómo podríamos olvidarte”. Nunca podría olvidar el sacrificio de su hijo más amado. Y siguió ascendiendo hasta que sus pies desaparecieron por la abertura de la cripta dejando atrás el más lacerado grito de dolor desgarrado que nunca se oyó en la tierra, el cielo o el abismo.

Las tinieblas eran insondables, inabarcables.

El silencio era más que ausencia de sonido alguno.

Unos ojos inyectados en sangre y enrojecidos por el llanto y el dolor.

Una naturaleza.


“Resurgiré de mi abismo, yo soy la estrella de la mañana.” 

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