miércoles, 22 de octubre de 2014

La clave de bóveda 2/7

CRIPTA

El soldado llegó al límite de las casas, allí donde comenzaba un pequeño prado que iba ligeramente cuesta arriba y al final del desnivel se encontraba la mole maciza y ruinosa del santuario. Se trataba de un complejo circular en el que antaño se alzaban varias edificaciones pertenecientes al culto divino, entre ellas las dependencias del clero, las salas de acogida de peregrinos, las zonas de aprovisionamiento y abastecimiento consistentes en almacenes, aljibes, una pequeña huerta y varias estancias subterráneas. Algunos restos quedaban aún del gran espacio a cielo abierto en el que una vez al año se celebraba el rito de la renovación de la alianza de la divinidad con el hombre, y sobre todo aquel conjunto, en su mismo centro, desde donde de forma radial partían las calles que cohesionaban el santuario, se alzaban imponentes las ruinas de un antiquísimo templo. De este sólamente quedaban algunas columnas y en algunas zonas el arranque de unos muros de fría piedra, así como el enlosado de un suelo que en tiempos mejores habían sido hollado por las pisadas de los más poderosos señores de la Tierra, se había deleitado con músicas imposibles y había recibido la suave caricia del incienso en las dulces noches de la primavera.

El soldado paseó por la hierba que cubría buena parte del conjunto, dejando caer su mirada aquí y allá, como reconstruyendo en mitad de la actual desolación un pasado glorioso extinto hacía mucho. Había sido un importante lugar de veneración durante siglos pero otras guerras hacía ya tiempo habían devastado la comarca, su gente y su antigua fe. El militar se acercó al templo y subiendo tres escalones se internó en el laberinto de baldosas sueltas y esquinas rotas que era el piso del templo; los intersticios habían sido tomados en justa reconquista por la vegetación, que ahora se alzaba tímidamente triunfante en aquel mar de piedra lisa. Justo en la cabecera del templo se encontraba la entrada a una cripta, cuna y génesis del templo y santuario todo, pues desde el inicio de la humanidad aquél había sido un lugar sagrado. El soldado bajó los desbastados escalones, lentamente, como alguien que sabe hacia donde va pero entiende que ya le es ajeno, disfrutando de un doloroso placer difícil de explicar.

La cripta era grande y majestuosa, pero una vez dentro, cualquier parecido con un lugar sagrado hacía tiempo que había dejado de ser apreciable, pues estaba sucio de polvo, con gigantescas telarañas, y gracias al derrumbamiento parcial en algunos tramos del techo de la nave media entraban la luz azulada de la Luna y la lluvia. El suelo estaba grotescamente inclinado, dando a aquel espacio una pendiente que había facilitado la formación de un gran charco en la zona derecha conforme se bajaban los escalones, y sobre el que con lento y doloroso llanto caía una gota tras otra en decadente canción. Había escombros del derrumbe por todas partes y el viento entraba a raudales con un rumor lastimero y tenebroso. Y hacía frío.

El soldado paseó por las capillas laterales apenas iluminadas por la tenue luz lunar que daba misteriosa y grotesca apariencia a las figuras de los capiteles. Las paredes se encontraban cubiertas de delicados relieves y sus figuras, que talladas hacía milenios por los mejores maestros canteros, ejercían de silenciosos guardianes de la nada. Al soldado se le vinieron a la mente unos versos oídos hacía mucho tiempo.

El altar se componía de un sólido pie de piedra que aguantaba como un Atlas una gigantesca roca horizontal de la longitud de dos hombres y el grosor de uno. Se contaba que esa roca había estado allí desde el comienzo de los tiempos y que se la eligió como altar por ser sobre ella, donde la divinidad misma se había aparecido a los primeros pobladores de la comarca. El soldado dejó sus armas en un capitel desprendido, descubrió su cabeza y en mitad de aquel frío, aquellas tinieblas y aquel rumor del viento ascendió los tres peldaños que elevaban el altar, y separando los brazos se apoyó en el frontal de la piedra y hundió la cabeza entre los hombros, quedando entonces mirando hacia abajo.

En este estado permaneció largo rato; los recuerdos y las sensaciones se agolpaban en su mente como si alguien pudiera leer multitud de libros al mismo tiempo. Recordó muchas de las actividades a las que se había dedicado en su vida, muchas. Había sido responsable de cosas que le habrían revuelto las tripas incluso al más infame de los hombres. Pero en el fondo era en la guerra en la que se sentía liberado de todo. Nadie le reprochaba que hiciera su labor con una espantosa y fría eficacia, con una carencia de sentimientos casi inhumana. Porque era bueno en su labor. Recordó decenas de guerras, cientos de armas, miles de batallas y millones de muertes, todas iguales y todas diferentes. Si, la suya había sido una vida plena de gozo fúnebre y galope desatado de los instintos humanos más primarios. Muy pocos habían conseguido ganarse un mínimo de su respeto pero nadie había alcanzado su posición, ni de lejos. Si, la suya había sido una buena vida, y lo que aún estaba por venir, o eso quería creer, pues no había pasión en lo que hacía, simplemente, fría y mortal eficacia.

Se incorporó. Suspiró. Se le ocurrió practicar un pequeño juego al que hacía ya mucho que no jugaba y sonrió. Se arrodilló, cruzó las manos sobre el pecho, cerró los ojos y reclinando la frente contra la fría piedra del altar, entonó una oración. Estaba pensando que aquello lo recordaba más divertido cuando en su mente se dibujó una duda muy poco divertida, ¿sería realmente un juego, una broma, o una necesidad que surgía desde lo más profundo, una necesidad más grande de lo que estaba dispuesto a reconocer incluso ante sí mismo?, pero en mitad de aquel silencio ninguna respuesta le vino a socorrer. Silencio. Hasta que…

- Tu carencia de respeto no conoce límites. - Susurró una voz a su derecha.

El soldado no se inmutó. Siguió con los ojos cerrados, apoyada la frente y arrodillado. Conocía aquella voz perfectamente aunque hacía un océano de tiempo que no la oía, desde su primera batalla, lejos en el espacio y lejos en el tiempo. Era una voz bella, nítida, pausada y bien modulada que le había hablado en un lenguaje arcano, secreto y prohibido, no oído en la tierra desde hacía cientos de miles de años.

La voz pertenecía a un hombre de edad indefinida que se hallaba sentado e incorporado hacia delante en un viejo capitel desprendido de su columna justo en el borde de la penumbra, con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, el brazo izquierdo sobre el regazo y la palma libre apoyada en el mentón. Tenía la piel mínimamente bronceada, el largo pelo azabache le caía en melancólicos tirabuzones sobre los hombros, sus ropajes negros estaban inmaculados pese a la suciedad que lo circundaba. La boca dueña de aquella voz era un sensual lecho de finos labios rojos enmarcados en un rostro de facciones perfectas en medio del cual dos ojos de un verde profundo observaban la escena, en parte curiosos y en parte precavidos. Y añadió:

– Francamente, se me escapa por qué haces esto. Si lo haces de veras, ya debes saber que no existe en el universo perdón para ti, y si es alguna especie de broma, resulta de un gusto pésimo.

Con gesto elegante y femenino escondió un mechón de pelo que colgaba sobre su ceja tras la oreja; se levantó y echó a andar en dirección al altar. Lo hizo lentamente, y aunque sus pies apenas rozaban el suelo incomprensiblemente no dejaban huellas en el polvo que cubría las piedras de la solería. Se acercó al soldado y descansó su mano sobre el hombro sucio del militar diciendo:

– Dime que pretendes. Puedes iniciar y ganar miles de guerras para ellos pero la tuya está perdida desde aquel día en que decidiste abandonarnos. Yo te apreciaba más que a ninguno de los otros, eras mi hermano, mi gemelo. Todos te querían y respetaban, eras el modelo de comportamiento para miríadas de criaturas perfectas. Me causaste un dolor infinito cuando me obligaste a luchar contra ti Samael. Ahora solo me queda la pena y la añoranza de un pasado feliz que no ha de volver nunca.
Se separó del soldado y dio la vuelta al altar de manera que quedaron enfrentados por la piedra. Samael se levantó; suspiró y abriendo sus ojos, también verdes, entonó en la misma lengua olvidada que había usado el joven lo que parecía una letanía.

– Se mostró la Gloria ante mis ojos …

– ¡Silencio caído! - Dijo el joven repentinamente airado y exaltado, a voz en grito - Él mismo te expulsó de la Gloria. Tienes vedado hablar en nuestra lengua. Tus hermanos te prohibimos el seráfico en el momento de tu destierro.

Entonces el soldado sentenció con un tono frío y tranquilo, pero de una contundencia feroz:

– Muchas veces lo he hablado en soledad desde aquél día sin que Él me haya amonestado y te aseguro por lo que tengas más sagrado que ni tú ni todas tus cohortes podréis impedirme hablar en la lengua en la que vine a la luz. – le espetó.

– ¡Te prohíbo que hables de sagrado en mi presencia, impío!. Probarás mi fuego si no refrenas esa lengua venenosa con la que tanta muerte has sembrado.

– ¿Me amenazas, Azael?, ¿acaso se te ocurre enfrentarte a mí sin su orden expresa ni el apoyo de los tuyos? – Samael miró fíjamente al joven con los ojos envueltos en la llama de una pasión devastadora y añadió quédamente - No me tentarás; te destruiría con solo desearlo. Venciste porque Él luchaba a tu lado; recuerda que yo era el primogénito entre los primogénitos. Tú sólo no eres rival para mi.

Durante unos minutos todo quedó en silencio mientras ambos se miraban fíjamente. Aunque todo era calma sus voluntades se escrutaban midiendo al oponente. Un golpe de viento entró por la bóveda agujereada y con él la luz de la luna que iluminó aquel altar que se había convertido en frontera natural entre dos mundos. Samael volvió la vista hacia la piedra, de la que la luz lunar sacaba mínimos brillos azulados y sonriendo, rompió el silencio con un susurro.

- Admiro tu dedicación, Azael. Ahora ocupas el más alto puesto reservado a criatura alguna y lo haces bien, eres la llama abrasadora y el agua vivificante. Toda una existencia comprometida al servicio y al sacrificio, sin preguntas, pura pasión. – Se detuvo un instante y clavó sus pupilas esmeralda en las pupilas gemelas del joven. – Pero recuerdo bien algo. Yo mismo te expuse mis dudas y cuestiones a su voluntad, te las razoné, te di argumentos sólidos sobre los que estuvimos conversando más de mil años mortales, te tenté, ¿lo recuerdas tú?. Eras reacio, echabas abajo mis razones una por una con el discurso claro y limpio del que debe hacerlo, pero ¿era sincero o era necesario?. – Y añadió lacónicamente, – Estoy seguro de que fue lo primero, pero … por un momento, un fugaz instante fuiste mío, no lo puedes negar, te conozco demasiado bien. – Suspiró. – ¿Lo sabe Él?, seguro que sí. ¿Nunca te ha dicho nada?, seguro que no. Pero llegará. Lo sabe todo, todo lo juzga, puede que tarde pero llegará. Te condenará por una duda tan fugaz como un latido.

Azael seguía en silencio. Las palabras de Samael habían hecho una pequeña mella en la formidable armadura de su voluntad y aunque era mínima, no estaba acostumbrado a ello, solo lo había sentido otra vez en toda su existencia, estaba confuso. Dio un paso atrás y acercó su mano derecha a su cadera izquierda, agarró el aire y tiró despacio. En su mano se materializó una brillante empuñadura de obsidiana de finas líneas e increíble belleza. Tras ella, lentamente fue apareciendo acompañada de un agudo sonido una hoja hecha de fuego, de trémulas llamas azuladas y blancas, un fuego frío y abrasador al tiempo. La luz de la espada formidable iluminó todo el altar al tiempo que Azael blandía su arma ante los ojos precavidos de Samael, y le dijo:

– ¿Recuerdas a “Castigo”?. Seguro que sí. Tú mismo la forjaste y ella misma te hizo caer de lo más alto; yo mismo te la arrebaté en tu caída y la renombré, dándole parte de mi esencia; ni siquiera eres digno de pronunciar su anterior nombre; fue el último retazo que viste de la gloria mientras la tiniebla empezaba a rodearte. Desconfío de ti, Diablo, no irás más allá esta noche pues he venido para exiliarte por segunda vez, y ésta habrá de ser definitiva. – Dijo; agarrando la empuñadura con ambas manos apuntó hacia el soldado y añadió de forma incontestable – En su nombre te conmino a que abandones este lugar sagrado, a que dejes el mundo de los hombres y vuelvas al abismo, donde has de pudrirte en soledad desde esta noche. Mis legiones están prestas a cumplir este mandato y en esta ocasión no habrá cuartel para ti, Lucifer, mala estrella.

– En su nombre dices, ¿seguro que es así?, yo creo que nunca te daría la orden de eliminarme. Tú no comprendes el plan divino, nunca lo has hecho. Apuesto a que está terriblemente disgustado por este arranque tuyo de propia iniciativa que no conduce a nada. – Se pasó la mano por el cabello con aire indiferente mientras miraba fijamente a su interlocutor y prosiguió – Si, es cierto, solo tú y Él podríais hacerme daño, mucho, pero tú solo no acabarías conmigo pues fuiste el segundo, yo permanecí con el Verbo mucho tiempo a solas antes de que tú fueras substanciado, y aprendí y participé de su poder, de modo que piensa detenidamente lo que dices, pues el mejor resultado que conseguirías enfrentándote a mi sería un empate vergonzoso.

No bien había acabado de decir esto cuando a espaldas de Azael aparecieron cuatro figuras con ropajes tan negros como los suyos, todos con los ojos azules, y el cabello largo, aunque cada uno lo tenía de un color, negro, rubio, pelirrojo y castaño. Los cuatro portaban espadas de empuñadura de marfil y llamas tan azules como la de Azael. Él mismo había forjado aquellas cuatro espadas para ellos. Eran la Guardia de la Llama.
Por toda contestación Samael, sonrió, y poco a poco fue riendo, hasta llenar la cripta con siniestras carcajadas que hicieron huir con vuelo intranquilo a algunas palomas que dormitaban en los nervios del techo. Una vez calmado recordó con una punzada de melancolía que el Padre le había dado el apodo de “Luciferarius”, el portador de la luz, apodo que había pasado a ser “Lucifer”, la estrella de que anuncia la noche, la noche del alma.

– Ira. Miedo. Extraños sentimientos para un ser como tú. Jamás hubiera dicho que volvería a verte airado y atemorizado pero eso ya no es nuevo entre nosotros, ¿cierto?. – Samael le dio la espalda y bajó los tres escalones. Una vez allí susurró – ¿Sabes lo que escribieron los hombres sobre aquella vez?, si, claro que lo sabes: “Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron con el Dragón. También el Dragón y sus ángeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos”. Nos llamaron de otra manera y yo no tuve ni tengo ángeles, estoy solo, pero captaron la esencia de lo sucedido. ¿Acaso quieres repetirlo hoy, aquí?

– También tú sabes que está escrito: “¿Cómo has caído del cielo astro rutilante, hijo de la aurora, has sido arrojado a la tierra, tú que vencías a las naciones?, tú dijiste en tu corazón: el cielo escalaré, por encima de las estrellas de Dios elevaré mi trono. Por el contrario, al She'ol has sido precipitado.” – Y añadió en tono lacónico – Si se repitiera la batalla ten por seguro que el resultado sería diferente, esta vez arrasaríamos contigo y no podrías seguir apartando a los hombres del camino de la luz.

– Puede que fuera así, pero habría que verlo. Y por cierto, para que veas lo mucho que te amo todavía te revelaré algo que sé que tu corazón anhela saber desde aquel día ya tan lejano.

– Nada tienes que yo pueda querer. Eres el reverso de la moneda, el reflejo en el espejo, ya no eres parte de nosotros, ya no.

– Eso es muy cierto, pero ¿recuerdas a “la que fue perdida”?, ¿recuerdas a “Justicia”?

Azael frunció el ceño en signo de desconfiada interrogación y lo miró expectante. Aquello no era posible, era inconcebible; no tenía sentido que Samael supiera donde estaba “Justicia”, pues sólamente había existido una espada forjada por la divinidad misma, nacida de su propia esencia, aquella que correspondía al alto mando de las legiones celestiales. Su poder era tan alto que el Padre advirtió de su uso a Samael, quien de forma muy prudente la mantuvo siempre envainada y fuera del alcance de cualquiera. Cuando la espada primordial era desenvainada, a su alrededor se detenía el tiempo.

En su lugar, Samael había forjado su propia arma, una bellísima espada en la que había puesto su corazón y toda su sabiduría, una forja que le había llevado más de tres mil años. El triste día de la batalla, el Padre mismo prohibió a Samael usar a “Justicia” y este luchó blandiendo a “Castigo”. Tras la derrota de su alma gemela, Azael se convirtió en el portador de la llama azul, como le correspondía por ser el nuevo alto mando. Desde entonces nunca nadie supo que había sido de “Justicia”, pues se creía, y con muchos fundamentos que la propia divinidad había vuelto a custodiar el arma que forjara.

Samael repitió el gesto del joven y llevó su mano derecha a su cadera izquierda, tomó aire, agarró fuertemente la nada y tiró. Y poco a poco fue surgiendo una forma negra y brillante, una empuñadura casi gemela a la de “Castigo”. Tras ella y entre extraños susurros de graves voces imposibles fue apareciendo una hoja ígnea de llamas doradas, rojas y anaranjadas que se retorcían y mecían como si las agitara una brisa inexistente.

El viento se detuvo y con él la hierba, las nubes no avanzan por el cielo, un cielo en el que los murciélagos habían quedado petrificados en mitad de su vuelo y la enésima gota de agua quedó suspendida a medio camino de estrellarse contra el charco de la cripta. El tiempo se había detenido. Cuando la hoja estuvo totalmente desenvainada su luz iluminó toda la bóveda y con una rapidez asombrosa las llamas de la hoja subieron por la mano del caído.

No bien hubieron tocado la manga de su sucio atuendo se extendieron por todo el, de forma que Samael quedó en el centro de un remolino ígneo que parecía iba a devorarlo pues las llamas giraban con gran violencia entre susurros siniestros; las había incluso que caían al suelo cual si fueran gotas de metal líquido salpicando chispas a su alrededor. 

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