ABISMO
La llanura era vastísima y la vista se perdía entre el océano
de nieve blanca y lisa que la tapizaba. El aire era gélido y cortaba como miles
de cuchillas. El cielo era del color oscuro de un atardecer casi convertido en
noche y en el cenit, las estrella titilaban misteriosamente lejanas. En la
superficie, los dieciséis rumbos posibles de una innecesaria rosa de los
vientos conducían indefectiblemente hacia un horizonte plano donde el blanco se
fundía con la tiniebla, pues a aquél lugar adimensional era imposible llegar y
del que no existía salida, simplemente se estaba o no se estaba.
Justo en medio de aquella extensión había un pequeño y
extraño lago cuyas aguas parecían haberse congelado en mitad un remolino
producido por una furiosa tempestad, pues sus olas de hielo yacían inmóviles en
imposibles escorzos de un desaforado dinamismo. En el centro del lago se
hallaba una estructura de negra andesita formada por cuatro columnas que se
elevaban sobre tres peldaños engarzados en el hielo y en medio de aquella negra
techumbre se encontraba un perfecto dodecaedro de mármol blanquísimo, sobre
cuya cara superior había una muesca en la que se encajaba una esbelta y
delicada jarra de cristal cerrada por un tapón de metal. Cada superficie del
dodecaedro tenía esculpida el símbolo de seis virtudes y seis vicios en caras
contrapuestas y si la superior tenía bajo la base de la jarra el símbolo del
odio, la cara no expuesta a la vista sobre la que se apoyaba la pieza de mármol
presentaba la figura del amor, como símbolo de algo que se tuvo y que ahora
yacía enterrado en lo más hondo.
Samael gustaba de pasear alrededor del lago, dejando
profundos surcos en la gruesa capa de nieve y haciendo saltar por los aires los
picos de hielo de las olas que quedaban al alcance de su pie. Le gustaba estar
allí; allí disfrutaba de la paz más absoluta, todo quietud, todo profunda
reflexión. Y de una forma muy particular, aquel lugar poco a poco le complació
por oposición a aquel otro tan parecido y del que había sido expulsado.
La primera vez que llegó a aquel lugar, éste era muy
distinto. Menos el templete en el centro del lago, casi todo era igual que en
aquel otro espacio atemporal. Y recordó unas palabras.
“Te hemos dotado de un lugar como este, fuera del espacio y
el tiempo para que aprendas a conocerte, un refugio al que puedas acudir una
vez que tu caída se haya consumado, un retiro necesario que será tu reino. Haz
de el lo que quieras.”
Millones de veces había sentido el calor abrasador del amor
que desprendía el Verbo, una calidez que envolvía hasta las más profundas
entrañas de los serafines que lo rodeaban. Y a pesar de la tibia temperatura
del aire que lo rodeaba, ya no sentía el calor que tan familiar le había sido
durante su ya larga existencia. Todo parecía igual, pero todo era distinto,
carente de la chispa divina que tanto le reconfortaba y en la cual buscaba
refugio, apoyo y comprensión. Aquel lugar, aunque maravillosamente armonioso y
acogedor estaba vacío, pero vacío de una forma absoluta. No había en él el más
mínimo asomo ni resto de don. Era un erial del sentimiento, del cariño, la
ternura, la compasión y del amor mismo, y así se decidió a no pisar nunca las
riberas de la isla lacustre por el recuerdo de aquella otra isla en la que en
un tiempo fue feliz.
Pronto se puso manos a la obra y se dedicó de manera
obstinada a conocer su nueva naturaleza, a estudiarse, a controlar su nuevo
poder, pues poder era. Pero en seguida percibió que aquello le sobrepasaba con
mucho, no tenía la suficiente fortaleza para dominar todo aquel odio que le
susurraba al oído y le corrompía las entrañas, de modo que se decidió por un
aprendizaje escalonado; dejaría parte del odio encerrado fuera de sí y lo iría
asumiendo cuando estuviera preparado para hacerlo, poco a poco.
Una vez decidido a dejar parte de la pesada carga que
portaba, creó la jarra de cristal, que ubicó en una de las riberas del lago. Se
sentó junto a ella y asiendo fuertemente sus asas, acercó su boca a la boca del
recipiente y suspiró. De su boca fue apareciendo una extraña suerte de turbia
neblina de reflejos azules que se dirigió hacia la jarra como siguiendo un
camino invisible y cuando quedó llena la cerró con el metal.
Se sintió en seguida muy mejorado, más libre, más liviano,
más limpio, y comenzó a analizarse y aprehenderse a través de infinitas horas
de profunda meditación. Cada día mejoraba en su propio conocimiento y cuando
estaba preparado, se acercaba a la jarra, retiraba el metálico tapón y aspiraba
una nueva porción de aquella pútrida niebla que le corroía el alma. Tardó muchos
miles de años, pero finalmente, la jarra quedó vacía y Samael comprendió que su
nueva naturaleza constaba de doce principios no equilibrados entre sí, unos
fruto del amor y otros fruto de la maldad.
Una vez vacía, Samael caminó hasta el lago y se dispuso a
alcanzar la orilla de la isleta, pues ya poco le importaban los sentimientos
que había traído de aquel otro lugar, de modo que adelantó una pierna y su pié
se hundió de manera irremediable en las frías aguas. Al instante, la humedad hizo
que sus ropajes adquirieran un tono más oscuro y luminoso, una mancha que se
extendió hasta la mitad de la pierna. Era la primera vez que se mojaba y no le
gustó pero siguió adelante; cuando se hubo sumergido hasta el pecho se dio
impulso con los brazos y alcanzó la orilla. Salió del agua. Estaba empapado. De
sus cabellos caían lágrimas acuosas que se estrellaban contra las briznas en
una lluvia de diamantes.
Le irritaban la humedad, las prendas pegadas a su cuerpo, la
perturbación del agua, el sonido de los chapoteos y las gotas que le habían
entrado en los ojos y en la boca. Le irritaba su papel en aquel plan que no era
el suyo. Le asfixiaba la sensación de haber sido expulsado de su hogar por sus
hermanos y sufría la impotencia de que no le hubieran permitido exponer los
verdaderos motivos de aquella locura. Pero, sobre todo, le angustiaba no poder
volver a ver al Verbo, no estar cerca de Él.
Se sentó en el centro de la isla abrazando sus rodillas;
apoyó la frente en estas y lloró larga y amargamente. Y en mitad de aquella
vastedad se sintió solo y vacío. Vacío del calor vivificante, vacío del don y
abandonado. Y estando así, fue en mitad de estos pensamientos cuando conoció el
frío, estaba tiritando, por el frío físico y el espiritual, se estaba deslizando
hacia el resentimiento contra todo lo que había amado y que ahora había
perdido. El nuevo sentimiento creado para ser consubstancial a él ya había
reclamado una parte de su ser.
Derrotado, triste y tembloroso como estaba, sollozó y de su
boca fue emergiendo un vaho que acabó por envolverlo. Todo su cuerpo empezaba a
desprender esta misteriosa neblina que se extendió por casi toda la superficie
de la isla y empezó a girar lentamente. Poco a poco, la tenue nube fue
adquiriendo velocidad y pronto se convirtió en una brisa, luego en un viento y
finalmente en un devastador soplo de gelidez mortal. La hierba adyacente al
cuerpo del caído se fue congelando, la humedad se condensaba y el viento la
congelaba en mitad de un lamento de chasquidos y cristales transparentes. La
nube fue abriendo su circunferencia y pronto alcanzó el agua hasta que toda
esta se movió en círculos alrededor del islote, y el viento perturbaba su
armonía levantando penachos líquidos que al segundo quedaban congelados en
grotescos remolinos. Aquel viento gélido recorrió toda la llanura hasta
congelar todo lo que alcanzaba la vista y convertir el verde y el turquesa en
gris y en blanco; hasta la luz perdió buena parte de su fuerza y su calor,
quedándose en una semipenumbra muy poco acogedora.
Y he aquí la manera en que el abismo quedó helado por la
añoranza de lo perdido, en medio de la infinita tristeza del repudio y el
destierro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario