jueves, 23 de octubre de 2014

La calve de bóveda 3/7

APOCALYPSIS

La llanura era vastísima y la vista se perdía entre el océano de hierba verde y fértil que la tapizaba. El aire era tibio y perfumado por las miles de flores que salpicaban la pradera. El cielo era rosado cerca del horizonte, y se iba oscureciendo progresivamente pasando por todos los tonos del morado y el azul hasta la más completa oscuridad del cenit. Y en la superficie, los dieciséis rumbos posibles de una innecesaria rosa de los vientos conducían indefectiblemente hacia un horizonte plano donde el verde se fundía con el azul, pues a aquél lugar adimensional era imposible llegar y del que no existía salida, simplemente se estaba o no se estaba.

Justo en medio de aquella extensión había un pequeño lago de aguas frías y turquesas siempre en calma. En el centro del lago aparecía un templete. Y dentro del templete había un podium, donde se erguía una pequeña columna rematada por un bello capitel, ambos del más blanco mármol, que servía de atril a un antiguo libro, el libro de la creación, el libro de la vida. Aquel lugar era llamado la Gloria.

El libro era grande y pesado, de hojas amarillentas y pastas oscuras que se cerraban con un broche dorado sobre la cubierta. Cuando la divinidad pensaba crear algo lo escribía en sus hojas blancas para dotarlo de esencia y cuando decidía crearlo simplemente leía lo escrito, para añadir substancia a la esencia y dar a luz una nueva realidad. Solamente la divinidad tenía el privilegio de substanciar realidades mediante la pronunciación del seráfico, era su privilegio, por ello los serafines, los más próximos a ella la llamaban el Verbo.

Samael nadaba por el aire apenas rozando con la punta de los pies las briznas más altas; el aire movía su cabellera negra, como sus ropas, y sus ojos verdes reflejaban brillos rosados de un horizonte inalcanzable. Había estado en aquél lugar cientos de miles de veces y aún le sorprendía la serena y sobria belleza que lo rodeaba. Le gustaba estar allí; allí disfrutaba de la paz más absoluta, todo quietud, todo profunda reflexión. Pero aquella vez era distinta. Lo notaba en la luz, lo notaba en el agua y en la hierba, algo… diferente.

Se acercó a la orilla y con gran delicadeza susurró a las aguas, quienes llevaron su mensaje hasta el templete. Una suave brisa sopló a su espalda y sintió cómo era transportado hasta el centro del lago y era depositado dulcemente en el primero de los tres escalones por los que se accedía a la zona cubierta de la estructura, un escalón a ras de agua. Los subió y esperó al pie del podium a que se le permitiera hablar.

Quien leía sobre el estrado era un niño, apenas un joven, de cabello alborotado en negros rizos, piel clara y unos insondables ojos grises que podrían ser de todos los colores y de ninguno al mismo tiempo, unos ojos ancestrales que lo miraron con una dulzura infinita. El niño no tenía sombra, nunca la había tenido pues era todo él de una tenue luz dorada. Le dijo:

– Llegado es el día en que hemos de completar lo creado y hemos venido en decidir que ha de ser en tu persona en quien se cumpla. – Hablaba con una voz suave, como un arrullo, como una caricia en lo más íntimo del alma.

– Tu sola voluntad es el motor de mi existencia. Haz de ella lo que plazca a tu sabio corazón. – Dijo Samael con contenida expectación.

– Vemos que pronto los hombres se elevarán por sexagésimo sexta vez sobre las demás criaturas y sus almas Nos buscarán, ansiosas por conocernos.

– Hace mucho que sabíamos que esto sería así y me alegra que les halla llegado el momento. Todo está dispuesto para que comiencen a caminar hacia la luz.

El niño sonrió y asintió con la cabeza. Durante largo rato permaneció en actitud pensativa, mientras Samael lo observaba con expectante respeto. Finalmente el Verbo dijo:

– Es bueno que así sea. Ya muchas veces el ciclo se ha completado de forma perfecta y así quisimos que fuera. Pero hemos ideado un nuevo camino, a cuyo final solo se podrá llegar mediante la senda del don.

– ¿Acaso hay otra?. – Preguntó Samael, casi divertido por lo obvio del razonamiento.

– Cierto es que no, y eso es lo que vamos a cambiar. Daremos a los hombres la libertad de elegir.

– ¿Libertad?, ¿elegir?, no existe alternativa natural al don, a ti. No te comprendo. – Inquirió extrañado.

– No Nos comprendes porque no conoces. Siéntate aquí y escúchanos atentamente – le respondió el niño al tiempo que se sentaba en el primer escalón y sumergía las piernas en el agua. Samael hizo lo propio. Sus cuerpos no perturbaron la superficie del agua al atravesarla. – Cuando substanciamos todo lo que en la naturaleza es, lo hicimos bajo la premisa de la dualidad y así habría días y noches, inviernos y veranos, cielos y tierra, fuego y agua, veneno y antídoto. Todo lo que los hombres veían, todo lo que disfrutaban, todo lo que les rodeaba encontraba su contrario en la naturaleza. Todo menos el don, no había contrario para el don, no había alternativa.

– Pero es que no existe alternativa para el. El don nació de ti y es el bien absoluto – exclamó Samael perplejo.

– Paciencia, paciencia. Déjanos seguir y lo entenderás – respondió el Verbo entre sonrisas. – El don tendrá su contrapeso en la naturaleza para que los hombres aprendan a valorarlo, pues hasta ahora todos lo han aceptado abiertamente más por desconocimiento involuntario que de una forma consciente. Hemos substanciado un nuevo sentimiento, para los hombres y para todos vosotros y así valoraréis aún más lo que desde hace tanto venís gozando. A partir de este momento llamaremos al don amor y a su contrario maldad y los hombres deberán elegir cual de los dos será el principio rector de sus acciones, pues con esta nueva dualidad las aguas ya nunca volverán a estar en calma. – Y acercando su dedo índice a la superficie del agua atrapó una gota en la yema, elevó el brazo y dejó caer la gota. Al instante se formaron en la superficie unas suaves ondas que se fueron expandiendo en círculos hasta que, perdiendo fuerza, desaparecían. – Los hombres deberán saber que a partir de ahora sus acciones serán como el agua, una gota de amor producirá ondas benéficas al ciento por uno, pero una gota de maldad las habrá de dar de sí misma.

Samael comprendió las razones del cambio planeado. Era un cambio dramáticamente inteligente.

– Hemos creado la maldad pero necesitamos de alguien que la lleve hasta los hombres, que se la revele, que les susurre al oído un camino diferente al ya estudiado para que puedan elegir, para que sean realmente libres. Necesitamos un ser de gran inteligencia y poder para que le sea posible manejar el fuego sin quedar abrasado. Samael, tú eres el primogénito entre los primogénitos, el más válido, tú eres el más perfecto de todos los ángeles, te necesitamos a ti. – El Verbo hizo una pausa para que Samael fuera asimilando lo que se le pedía, el gran esfuerzo que tendría que hacer en su nuevo cometido. – Escúchanos atentamente ahora, hijo nuestro. Tú has de ser quien cargue este peso, tú serás quien lleve el odio y la iniquidad a la humanidad, tú quien propague la peste del mal entre los hombres. Tú serás nuestro reflejo en el espejo, tú serás el reverso de la moneda, pero al tiempo, en el plan de la creación tú serás la clave de bóveda y juntos mantendremos su estructura a través de los eones.

Samael quedó atónito, aterrado, acobardado y serio. Él amaba a los hombres, los había visto crecer como especie durante más cientos de millones de siglos a través de las edades y los ciclos de los universos.

– El honor que me haces va más allá de toda medida pero la carga es aún mayor. Con una sola palabra tuya podrías hacer realidad tus pensamientos y así yo no sufriría. No estoy seguro de desear este papel en el nuevo orden.

– Si vamos a imponer a los hombres esta libertad tan dura siendo ellos tan imperfectos, lógico y necesario es que entre nuestros hijos hagamos lo propio siendo ellos mucho mejores en todos los niveles. Pues bien, Nos proponemos dar a los hombres el más alto ejemplo con nuestra más alta criatura. – Y añadió de manera taxativa – Tu posición no tiene salida, pues si no asumes esta misión caerás en la desobediencia y si cumples con ella sembrarás el mundo de calamidades. Esta es, pues tu primera lección: debes aprender a dominar el mal o él te dominará a ti.

Samael cayó por largo tiempo en profunda reflexión. Su corazón era presa de los más encontrados sentimientos. Aquella era una sensación nunca antes vivida y no le gustaba, pero el niño le había dicho la verdad, no había salida.

– Acepto tu mandato, pues si tu voluntad es llevar la nueva vía a los hombres ¿quién soy yo para negarla?. – y bajando la cabeza claudicó.

– Así debe ser, Samael. Cuando los hombres hagan el mal acudirán a ti, te buscarán como fuente del anti-don y serás odiado por tu gran poder pues nadie que te busque te amará sinceramente; asimismo te odiarán los que recorran el camino del amor, pues serás tú quien aparte a los suyos de esa senda. – El Verbo se giró y levantó la cabeza de Samael tomándolo por la barbilla hasta que sus ojos se encontraron en un remolino verde y gris. – Pero Nos hemos de velar por ti pues has aceptado de corazón el sacrificio. Sacrificamos a nuestro hijo más querido para que el hombre gane la libertad. Y en verdad te decimos que nuestro agradecimiento para contigo será infinito cuando se agote la arena del reloj de los tiempos.

El Verbo se levantó y subiendo peldaños y podium llegó hasta el libro. Una vez arriba hizo un gesto hacia Samael indicándole que subiera a su lado, lo cual hizo con ánimo abatido y al borde de las lágrimas, pues no sabía muy bien cómo pero tenía por cierto que nunca volvería a ser el mismo cuando volviera a bajar. Ascendió y se situó frente a él, al otro lado del libro. La Divinidad le dijo que el honor que le hacía era grande, pues ninguna criatura había asistido nunca a la génesis de ninguna realidad del universo, ya que, cuando creaba las realidades lo hacía en soledad para que ni siquiera una mínima parte de la esencia del testigo pudiera contaminar la nueva forma, pero que en este caso Samael se había ganado sobradamente el derecho a asistir al nacimiento de lo que debería ser parte de su naturaleza en adelante.

Una vez hubo hablado, abrió el libro por la primera página en blanco tras las demás escritas y permaneció en un silencio reflexivo durante unos segundos. Finalmente se dispuso a crear la esencia del nuevo sentimiento. Para ello apoyó su mano izquierda sobre el capitel y adelantó su brazo derecho con los dedos extendidos y la palma hacia abajo sobre la página en blanco hasta que mano y papel se encontraron a tan solo unos milímetros de separación. Y entonces pensó en la maldad. La bella luz rosada del horizonte fue bajando de intensidad y la oscuridad del cenit se apoderó rápidamente de todo el cielo. Hasta las estrellas dejaron de lucir. Y en mitad de aquellas tinieblas Samael contempló atónito el misterio del nacimiento de las nuevas realidades, viendo cómo el espacio entre mano y libro se iluminaba con una pálida luz dorada que fue creciendo mínimamente de intensidad merced a la voluntad de Verbo. Una vez diseñada la idea, éste apartó la mano, que fue dejando tras ella estelas doradas en el aire y con una voz misteriosa y profunda le dijo “He aquí la esencia de la nueva criatura”. Inmediatamente sobre el papel en blanco se fueron formando unas líneas como minúsculas serpientes de la misma luz dorada que palpitaban vida, se retorcían, se dilataban y se contraían en un baile caótico mientras quemaban el papel escribiendo a fuego en su superficie el nombre del nuevo sentimiento en caracteres seráficos. Una vez completada la escritura, tan pronto como aparecieron, las líneas luminosas se desvanecieron en el aire.

El corazón de Samael estaba henchido de gratitud y asombro ante el milagro de la concepción y era incapaz de apartar la vista de aquellos símbolos que nadie había contemplado nunca, pues los ángeles no necesitaban de un lenguaje escrito. Pero al tiempo, la misma esencia desprendía una emanación perversa que oprimía el aire en torno al libro y doblegaba su ánimo, ya que, toda la perversidad que luego habría de recorrer el mundo se encontraba concentrada en una sola y pequeña palabra de delicados contornos.

– Has asistido a la concepción, pero el nacimiento es diferente, hijo nuestro. Apóstate a nuestra espalda, pues cuando esta criatura salga a la luz será poderosa y ni tú mismo quedarías indemne de un encuentro cara a cara, Nos seremos tu escudo. – Le señaló el Verbo, y un Samael atemorizado corrió hasta el lugar y pegando su espalda a la divina, cerró los ojos y esperó.

Acto seguido, el niño posó una mano sobre cada página del libro e inclinándose hasta casi rozar la frente con el papel, susurró el nombre de la esencia en el lenguaje de los ángeles. Las letras empezaron a moverse, retorcerse, constreñirse y calentarse hasta que hirvieron y de ellas emanó un humo blanco que subió lentamente en espiral hasta formar una pequeña nube sobre el libro, quedando entonces las letras de nuevo en forma inerte. El Verbo se incorporó y tras ordenarle “Ve”, sopló, y una brisa se fue llevando el humo hasta dispersarlo por el aire, que recuperó su luz y color habitual. Entonces se volvió.

Samael permaneció como estaba y notó cómo el creador posaba las manos sobre sus hombros mientras le decía:

– Está hecho. Gran parte de la esencia salida del libro se ha fundido con la tuya. Para que aprendas a dominarla era primordial que fuera parte de ti mismo y así lo hemos dispuesto. Aquí comienza tu nuevo camino Samael. En adelante tus hermanos te repudiarán, no por odio, pues no lo conocen, sino por la impureza que ha anidado en tu interior. Serán tus enemigos y te combatirán, así debe ser, es el nuevo orden. – Las lágrimas corrían por las mejillas del ángel maldito, que bajó la cabeza y a través de sus párpados y sus ropas observó tatuado en el centro de su pecho un símbolo negro de extraña apariencia y sinuosas líneas, el que habría de convertirse en su estandarte, un círculo asaeteado por un aspa con cada uno de sus cuatro extremos atravesados, que simbolizaba sus dos naturalezas opuestas, el amor y el dolor, pero unidas en el plan divino. Y observó como un anillo de negra obsidiana y extraño diseño se enroscaba alrededor de su dedo anular derecho. El creador posó su mano derecha sobre la cabeza del ángel y prosiguió – Ahora ve, enfréntate a ellos y pierde la batalla. Y serás derrotado porque no te permitiremos usar a “Justicia”, aunque habrás de conservarla como muestra de que aun estando contra Nos, sirves a nuestra causa. – Acariciando la cabeza de su hijo, prosiguió – Te hemos dotado de un lugar como este, fuera del espacio y el tiempo para que aprendas a conocerte, un refugio al que puedas acudir una vez que tu caída se haya consumado, un retiro necesario que será tu reino, haz de el lo que quieras. – Hizo una pequeña pausa y añadió con voz incontestable – Te ordenamos partir, hijo nuestro, Samael, pues ya eres Lucifer, la estrella de la mañana y la luz de las estrellas nunca se observará junto a la del Sol. Déjanos ahora.

– Pero de esta forma me condenas a no volver a verte, ¡no me pidas eso!, haré todo lo que quieras pero no me apartes de tu lado, ¡sin ti yo no soy nada!

– Debe ser así, nuestro querido serafín, solo con tus propios medios debes conocerte, Nos no debemos interferir.

Samael no pudo decir nada, las palabras no alcanzaban a expresar una mínima parte de lo que le creía dentro. Por toda contestación se sacudió las manos del creador de un manotazo y bajó los escalones. Atravesó el lago casi rozando las aguas pero salpicando y creando miles de ondas con cada paso. Al verlo alejarse el Verbo reflexionó “Ya ha comenzado, he aquí ante Nos el mal hecho criatura”.

Al llegar a la orilla, Samael se volvió con los ojos arrasados en lágrimas y una mirada turbia de puro odio concentrado. Nunca hubiera creído que podría hacer ese desplante a su padre, a su amigo, a su propio corazón, pero él mismo le había cargado con el mayor peso que soportaría nunca criatura alguna. Debía aprender pronto a sobrellevarlo, a dominarlo y sacarle provecho o se consumiría en su propio fuego. Desde el templete en el centro del lago le llegó alta y clara una voz como de miles de niños que a coro le dijeron “No olvides Lucifer que Nos somos el principio rector”. Y Samael quiso por última vez dirigir una súplica amorosa a quien había creado su esencia y realidad, pero su voz le traicionó y de su boca salió un sonido en forma de grito hosco, duro, áspero y nocivo que dijo:

- Acuérdate de mi, Elohim - y mentalmente añadió - por piedad - y dando la vuelta corrió llorando de odio y amor para enfrentarse a su destino.


El Verbo, desde el templete lo observó alejarse y pensó “Cómo podríamos olvidarte”. 

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