Hoy toca relato. Relato largo. Tan largo que lo voy a subir por capítulos. Serán en total siete entradas.
Este relato lo escribí en enero de 2007 entre un sábado y un domingo para intentar conservar un sueño muy extraño que tuve el viernes anterior. Está basado en un 80% en aquel sueño y trata sobre muchas cosas, dolor, venganza, sacrificio, teología, magia, desarraigo...
Tiene evidentes carencias tanto de estilo, porque no he querido retocarlo desde que lo escribí (es una cápsula del tiempo) como argumentales, porque es un sueño y ahí se planifican poco las cosas, se sueña y ya está, de manera espero que sepas disculpar sus muchas faltas y quedarte con sus virtudes, que también las tiene.
Aquel sueño, como todo sueño que se precie, era en primera persona, cosa que no ocurre en el relato por evidentes necesidades narrativas, de manera que cuando lo leas entenderás lo poco grato que es soñar que se es quien se era en el sueño (aunque... también su punto).
Tal vez la parte más complicada fue la acronía, escribir sin que ningún elemento de lo narrado pueda dar una pista del momento histórico en que desarrolla la acción, de tal forma que bien podría ser en el S.V a.C. o en 2013, porque tal como soñe, no había pista alguna para fechar el momento, era intemporal.. Y eso, pareciendo fácil, no lo es porque el teclado se te va y sujetarlo tiene su peluseo.
Bueno pues nada, aquí os dejo la primera parte de "La clave de bóveda".
¡Oh
vosotros que pasáis,
y
el extremo a que he llegado
por
dicha no imagináis,
vuestro
paso apresurado
tened,
porque me veáis!
De
vuestra lástima fío
que,
si con el Océano
no puede medirse un río,
digáis
que dolor humano
no
puede igualarse al mío.
Joao
Pinto Delgado
(1580-1653)
I
GVERRA
De lejos el pueblo
parecía tan oscuro como boca de lobo. En sus calles no se oía nada. Ni risas,
ni conversaciones, ni música, ni siquiera el viento. En mitad de aquella noche
de invierno, con una luna en cuarto creciente que daba a todo una mínima luz
azulada y jirones de nubes que a ratos ocultaban las estrellas, la tristeza se
dejaba sentir como una ropa de plomo. Aquellas calles, los edificios y los
árboles rezumaban la esencia de la tristeza, tal si se tratara de uno de los
humores viscosos de los que hablaban los antiguos y que lo contagiaba todo. Era
una pátina de dolor colectivo que todo lo cubría de una forma homogénea, el
ambiente era lúgubre, melancólico, nocivo. La neblina que caía desde la colina
cercana no tardaría en llegar hasta aquel pueblo, construido cercano al viejo
santuario donde hacía milenios se rindió culto a una divinidad ya olvidada.
Todo era tristeza, todo era silencio, nada quedaba de lo que el pintoresco
pueblecito había sido hacía tan solo un par de semanas.
El soldado avanzó
despacio por la calle en dirección a la plaza del pueblo. Siempre le había gustado
aquel lugar. Era un espacio circular al que se asomaban viejas casas de piedra
como de piedra era su suelo y un anillo en el centro a modo de banco en el que
se podían sentar unas cuarenta personas, que rodeaba la base de un roble
colosal. El soldado iba sorteando cascotes y fragmentos de fachadas derruidas.
Los escombros cubrían la calzada y hacían difícil el tránsito hacia cualquier
destino. Los cadáveres salpicaban las calles y empozoñaban el aire con una
hediondez insoportable. Paseaba observando el paisaje que los suyos habían
dejado tras de sí hacía tan poco tiempo cuando divisó el árbol. Sólamente la
mitad de su gigantesca copa estaba intacta pues la otra estaba calcinada, y de
una rama a media altura, como un espantapájaros macabro y grotesco pendía lo
que en otro momento fue un hombre, ahora inmóvil, sucio y medio pútrido. Tal
parecía el estandarte de la muerte. El soldado llevaba en solitario apenas una
semana desde que había abandonado a su grupo al presentir que en algún lugar
lejano, los mismos que la iniciaron habían decretado el fin de la guerra. Lo
que pasara luego con su grupo y con el ejército entero, los civiles y el
enemigo ya no le interesaba, la política nunca le había atraído, él solo acudía
a las campañas para perfumarse con el aroma de la muerte como un sahumerio
tétrico, un aroma que cubría como un sudario aquel viejo pueblecito. El soldado
miró al ahorcado y recordó algo, de otra parte, de otro tiempo, de otra guerra,
y un asomo de sonrisa triste le vino a la cara; recordaba el Este, donde había
nacido, siempre le había gustado el Este, donde cosechó muchos triunfos en sus
primeros tiempos. Había abandonado el ejército porque sabía que lo buscaban;
comenzaría pronto una guerra privada aún más importante que ésta, en la que las
naciones más poderosas habían exterminado a la flor y nata de la sangre propia
con tal de verter la de la ajena. Sus enemigos habían decidido lanzar una
ofensiva sobre él y necesitaba estar solo para poder hacerles frente, sería una
lucha sin cuartel y había estado preparándose durante esta última semana para
su batalla particular.
Con el Este en la
cabeza miró al Este y a lo lejos, donde nadie podría haber visto nada, el
soldado divisó una forma semienterrada apenas inerte y se dirigió hacia ella.
Al llegar junto la misma ya sabía lo que iba a encontrar; era media mujer, con
la espalda recostada de lado en la pared, la cabeza caída, los labios resecos,
los brazos sucios y llenos de heridas, como la frente, y unos harapos que tal
vez fueran blancos en mejores tiempos y que ahora eran de un color indefinido,
que dejaban al aire un pecho grande y lacerado. La mitad inferior de aquella
desgraciada desaparecía bajo una montaña de escombros fruto del derrumbe del
voladizo del tejado del edificio sobre el que se apoyaba, unos escombros que
despedían un olor nauseabundo mezcla de putrefacción, orines, heces y algo más
que no alcanzaba a identificar. Inexplicablemente seguía viva tras lo que
parecían muchas horas en aquel estado. Lentamente entreabrió los ojos y el soldado
observó con curiosidad lo que expresaban; tristeza, pena, melancolía y sobre
todo un intenso dolor, tanto físico como espiritual. Finalmente, costándole lo
que parecía un esfuerzo sobrehumano, habló. Apenas un susurro.
– ¿Quién … ?. -
Dijo alzando ligeramente la cabeza.
Trató de decir algo
más, pero aunque los labios se movían ningún sonido salía de su boca. El
soldado se arrodilló. Enderezó a la mujer sobre su espalda y le quitó algunas
piedras del abdomen para mejorar su respiración. Luego empapó un trapo cercano
en un charco apestoso con restos de agua embarrada y se lo acercó a los labios.
La moribunda chupó el trapo con toda la avidez que su estado lamentable le
permitía. Tras unos minutos repitiendo esta operación, la desgraciada parecía
haber recuperado parte de sus fuerzas y al fin pudo hablar, lentamente, entre
bocanadas de aire.
– Gracias. Es usted
la primera persona que veo desde hace tres días. Me empezaba a preguntar … Mi
esposo y yo conseguimos con muchas penas sobrevivir al saqueo que el ejército
hizo en este pueblo ahora muerto; luego vinieron el acoso, las violaciones y
por último la matanza de los vecinos y la destrucción y la quema de los
edificios. Hasta dos días después de que se marcharan no conseguimos salir del
incómodo y sucio lugar en que nos habíamos refugiado. Luego …
Hizo un pausa,
larga, respiró varias veces y pidió mas agua, o lo que fuera que mojaba el
trapo. El soldado atendió solícito sus requerimientos y se dispuso a escuchar
de nuevo.
– Subíamos la calle
cuando este maldito tejado se nos vino encima. A mí, la lluvia de cascotes me
cogió de lado pero se cebó con el cuerpo de mi esposo, que murió casi al
instante. Me he roto las dos piernas, llevo varios días sin comer, sin beber,
apenas sin respirar. - En este momento la desdichada fue presa del más hondo
terror y exclamó - ¡Por el amor de Dios, él ahora mismo yace bajo este montón
de restos y aún noto como su mano está posada sobre mi tobillo! - Con los ojos
húmedos y la voz temblorosa, como un niño muerto de miedo en mitad de la
oscuridad de su habitación, susurró - Y lo peor es que ellos lo saben. Desde
hace tres, cada noche vienen e intentan llegar hasta el cadáver. Los oigo al
otro lado de la escombrera arañando tierra y piedras tratando de llegar hasta
él para atracarse con su carne muerta, pues el resto de cadáveres ya están más
que podridos. Yo les he tirado todo lo que teniendo a mano podía levantar, pero
cuando notan que me faltan las fuerzas se acercan y me lanzan dentelladas con
sus colmillos húmedos. Ya me han herido las manos y los brazos. Hoy volverán y
sé que no tendré fuerzas para defenderme. - En este punto abrió los ojos y bajó
aún más la voz. - Esta noche volverán, no sobreviviré.
Se quedó callada.
Tomó aire de nuevo y el soldado percibió que rebuscaba en su maltrecho interior
las palabras justas para no parecer una perturbada.
– Afortunadamente
la providencia le ha puesto en mi camino. No, no se equivoque no quiero que me
saque de aquí. Sería una ilusión estúpida el creer que llegaría lejos, y me
convertiría en una lisiada carga para usted. Necesito paz; ahora mismo no tengo
vida, solo tengo una existencia bastante miserable que se apaga lentamente, y
he pensado que quizás usted podría remediar. Le ruego que me mate. Le ruego que
me libere de estas sucias cadenas que me atan a un cuerpo medio muerto y al
cadáver de lo que fue mi esposo. - Mientras hablaba había empezado a sollozar y
ahora lloraba de forma abierta, torciendo el gesto y arrugando las facciones de
forma que la imagen que ofrecía era aún más patética. - Debe usted
comprenderme. Esta es una situación insoportable no solamente por saberme
yaciendo atrapada sin remedio junto a los despojos de lo que fue la luz de mis
días, sino por el pánico al dolor, me atormenta hasta el límite el dolor de mis
piernas, mis pulmones están encharcados, apenas puedo alzar los brazos. Cuando
esta noche vuelvan, me abrirán el pecho y me devorarán viva.
El soldado presionó
su labio inferior contra el superior en gesto de comprensión y se levantó
mientras la desdichada seguía llorando con la cabeza inclinada sobre el pecho y
los brazos extendidos con las palmas hacia arriba, en gesto de súplica.
Fue entonces cuando
se volvió hacia la plaza y observó de nuevo el gran árbol. El ahorcado seguía
allí, como inerte testigo a distancia de aquella conversación. Volvió a mirar a
la pobre mujer. Ya sabía lo que iba a hacer pero quería que ella se diera
cuenta por sí misma, de modo que la miró fíjamente a los ojos y esbozó una
media sonrisa. Al principio, ella parecía no entender, pero poco a poco su
rostro se fue pintando de miedo, desazón, inquietud, espanto e incredulidad.
– Pero … no puede
ser. Acaso … - susurró – ¿Cómo es posible?. ¡Por el amor de Dios!, ¿acaso no se
da cuenta de a lo que me condena?. – En ese mismo instante el soldado se giró y
comenzó a caminar en dirección a la plaza. - ¡No lo haga, por piedad, vuelva,
no me deje!, ¡no!, ¡no!, ¡no!.
Atrás quedaba
aquella pobre diabla y su triste historia. A pesar de los gritos de ayuda que
le seguía lanzando, el soldado no retrocedió, siguió adelante. Había visto
cosas como estas demasiadas veces, nunca le habían impresionado. Una vez
llegado al árbol se volvió. Dio un potente silbido que solapó los gritos de la
condenada y todo quedó en silencio. No bien habían pasado unos instantes cuando
observó cómo desde detrás de una esquina dos perros cual siniestras sombras se
acercaban cautelosa y silenciosamente. Al principio no se le acercaron mucho y
se dedicaron a dar vueltas en derredor del soldado, escrutando su figura, pero poco
a poco llegaron hasta sus piernas y sentaron sus cuartos traseros en el suelo.
Él se les quedó mirando. Se agachó y acariciando a ambos tras las orejas les
susurró algo, e inmediatamente partieron hacia el montón de escombros con trote
decidido. El soldado supo entonces que la mujer no tendría una muerte rápida.
Pero no le importó, era su naturaleza. “Yo soy la clave de bóveda”, pensó.
Cuando llegaron
hasta ella, el militar se giró y marchó hacia la calle que conducía al viejo
santuario. A sus espaldas oyó unos tímidos sollozos que fueron creciendo hasta
convertirse en gritos desquiciados que ya no eran ni de miedo, ni de auxilio,
ni de tristeza, sino simplemente el sonido del dolor más lacerante y el
abandono absoluto mezclados con los guturales sonidos de las alimañas que
destrozaban aún viva aquella carne condenada. Un flanco se abre, los huesos se
quiebran, una masa blanda se descuelga, líquido que se derrama y un brazo al
que sólo le queda de brazo el nombre.
Sólamente fueron
unos instantes y enseguida el silencio volvió a adueñarse de aquel pueblo
muerto. El soldado prosiguió caminando, y al llegar a la altura del ahorcado,
sin siquiera mirarlo, juntó índice y corazón de la mano izquierda, empujó la
rodilla del pelele y este comenzó a dar vueltas de forma rítmica y patética,
mientras el soldado pasaba de largo hacia la calle que moría en el santuario.
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