FUEGO
Poco a poco el brío del torbellino fue cediendo y finalmente se apagó volviendo cada llama a la hoja de “Justicia”, todas menos una. Lo que atrás quedaba no era un sucio y cansado soldado, sino un magnífico ser envuelto en negras telas, con un brillo refulgente en la mirada, una mirada que rebosaba odio y autosuficiencia, ebrio de orgullo al saberse portador de un arma que excedía en mucho a cualquier otra, un arma definitiva que nunca había sido usada en batalla alguna y que ahora reclamaba una deuda de sangre.
En su mano brillaba un anillo, que antes la sangre seca y la suciedad habían ocultado, un anillo negro rodeado por la única llama que no había vuelto a la espada. Y bajo la ropa, en su pecho se ocultaba un insano reflejo rojo que parecía pugnar por soltarse.
Samael se volvió hacia Azael.
– La espada génesis. Me consta que nunca antes la habías visto pues yo he sido siempre su custodio desde el momento en que Él mismo me la entregó. Nunca me retiró ese privilegio y aunque ni yo mismo me lo explico, lo cierto es que es así. Tú portas un arma magnífica, de terrible eficacia, la mía, mas yo porto la suya.
Samael deslizó la hoja por el aire delante de sus propios ojos verdes, y la luz danzaba en ellos de forma macabra, anunciando muerte. Mirando a Azael de forma altiva y con el odio pintado en el rostro le confesó:
– Y antes de que trates de arrasar conmigo tal como has dicho permíteme decirte algo. Esta espada solamente se ha desenvainado dos veces en toda la eternidad. La primera vez, Él creó la luz con ella acuchillando la tiniebla. La segunda vez ha sido esta y aún no sabemos que nuevo orden puede ser creado fruto de la batalla que tanto pareces anhelar. Te diré más; cada muerte, cada gota de sangre derramada, cada llanto y cada gesto de dolor que la humanidad ha tenido a lo largo de su Historia se la he ido ofreciendo como sacrificio a esta espada, que al día de hoy está tan ahíta de maldad colectiva que solamente Él y yo podemos dominarla, y te aseguro que yo la domino a la perfección. – Hizo una mínima pausa y prosiguió – De modo que ya puedes pedir a tus cohortes que vengan a buscarme porque en verdad te digo que las he de ir doblegando una a una con mi sola voluntad. Y ahora… observa.
Samael se acercó a un gran sillar desprendido desde el techo y susurrando unas palabras, la piedra volvió a solidificarse en el espacio y el tiempo trayéndola al plano de la espada; la rozó con la punta de la hoja y la piedra durante un instante pareció hervir en un torbellino de llamas negras antes de convertirse en polvo. El silencio más profundo cubrió toda la cripta.
– Resulta paradójico, tú a su lado portas el castigo y yo enfrentado a Él esgrimo la justicia. – Dijo Samael con una tenebrosa media sonrisa dibujada en el rostro iluminado por el fuego.
Azael, atravesando con todo su cuerpo la enorme piedra del altar como si allí no hubiera nada, se adelantó hasta el primer escalón y quedó mirando a Samael. Los otros cuatro hicieron lo propio ligeramente retrasados abriéndose en arco, dos a su izquierda y dos a su derecha.
– Te prevengo, viejo amigo. Aún estás a tiempo de remediar esta catástrofe. Márchate con los tuyos y déjame con mis asuntos, no me hagáis mostraros mis habilidades. Id en paz. – Dijo en tono cansado y casi abatido.
– ¡Silencio caído! – le espetó Azael a la cara – Es la voluntad de lo alto la que hemos venido a hacer cumplir esta noche. En las alturas sabemos que tu tiempo se ha cumplido. De la que vienes ha sido la última guerra que provocas. Sin ti, los hombres no habrán de sufrir más allá de su propia esencia física en su tránsito a la vida plena.
Samael suspiró con tristeza.
– Cinco venís a mi, Azael. Esta noche, cuatro veces asistirás perplejo al fin de lo inmortal antes de que llegue el tuyo propio.
“No lo comprendéis, pero sea como queréis”, pensó. Y acto seguido les espetó: “Es llegada, la hora del dolor”.
Samael retrasó su pierna y brazo derechos, flexionó la izquierda y dobló el brazo libre mostrando el codo a sus oponentes, ofreciendo una figura majestuosa en posición de una bien estudiada defensa. La guardia de la llama rebasó a Azael por ambos lados y pausada y cautelosamente descendieron los tres escalones hasta rodear en diagonal al ángel caído, los cuatro con las azules espadas sujetas verticalmente por ambas manos. Los cuatro obedecieron como un resorte ante un inapreciable gesto de su superior y bajando las armas amenazaron al enemigo, quien por toda respuesta, cerró los ojos, pues no necesitaba ver lo que habría de pasar, lo sabía perfectamente y aunque una parte de sí mismo anhelaba desesperadamente iniciar la batalla, la otra, que cada día yacía más enterrada, lloraba de pena ante la guerra.
De forma súbita, el ángel que tenía en su parte trasera izquierda se abalanzó sobre él con la espada lista para asestar un mortal tajo descendente, mientras los otros tres daban un solo paso adelante para estrechar el círculo y dificultar las maniobras del acorralado. Pero sucedió que Samael previó el movimiento y asiendo fuertemente con ambas manos la empuñadura de piedra se agachó hasta rozar el suelo con la rodilla y fue él quien lanzó un incontestable mandoble horizontal que barrió el aire con destellos de oro atravesando al guardia por la cintura.
El espectáculo que siguió fue desolador incluso para el propio caído, pues el guardia se vio envuelto primero lentamente, pero con violencia luego en medio de un torbellino de llamas negras que giraban alrededor de todo su cuerpo. Si en un primer momento permaneció quieto, como no entendiendo lo que sucedía, el joven guardia empezó a sentir una extraña sensación, una opresión sobre todo él, y poco a poco empezó a percibir un dolor creciente, cada vez más agudo que se traslucía a través de unos ojos atenazados por el más profundo de los miedos, mientras observaba cómo las llamas de su espada se iban apagando hasta no quedar de ella más que la empuñadura marfileña, que se hizo añicos de forma grosera cuando la mano que la asía, viéndose privada de su fuerza la dejó caer al suelo.
El dolor le hizo doblarse por la cintura y una fuerza invisible dobló todas sus articulaciones hacia el lado contrario al natural, rompiendo huesos, desgarrando músculos y quebrando ligamentos de aquella envoltura mortal en la que el ángel se había encarnado. Acto seguido comenzó la presión, que se abatió sobre él como una esfera que fuera encogiendo y encerrando al joven en su interior; unas paredes invisibles fueron plegando su cuerpo sobre si mismo y destrozando lo poco ileso que quedaba. La cabeza estaba grotescamente doblada, una pierna llegaba ya por detrás a la altura de los hombros y los brazos estaban pegados al pecho en el que se hundían irremediablemente, destrozando las costillas, mientras las llamas negras laceraban la carne de todo el cuerpo.
Mientras lo que ya era una masa informe y sanguinolenta seguía reduciéndose esféricamente, de su interior comenzaron a aparecer unos destellos de luz que como si fueran jirones de niebla brillante abandonaron su centro y se dirigieron a la hoja de la espada que portaba Samael, quien solemnemente en pie, acercó la hoja a este humo para recibirlo. Aquello consumaba la doble muerte del ángel guardián, la de la carne y la del espíritu eterno que portaba en su interior. Finalmente, la carne hirvió unos instantes antes de que las llamas desaparecieran y sólo quedara un fino polvo negro sobre el suelo de piedra.
“El fin de lo inmortal”, pensó un Azael perplejo y aterrado, viendo como la última brizna de la esencia de su joven guardia era absorbida por “Justicia”. El brazo de Samael percibió un leve cosquilleo fruto de la oscilación de la espada, que parecía vibrar al haberse atiborrado de poder absorbiendo el alma de aquel ángel valeroso.
Azael hizo un gesto, los tres guardias restantes subieron a su lado y tras unas escuetas palabras se marcharon tan sigilosamente como habían aparecido, dejando la cripta en silencio iluminada por dos reflejos, azul uno y el otro rojo, y en cuyo centro cuatro ojos esmeraldas destilaban el brillo de la incertidumbre. Ambos contendientes se medían con la mirada, viendo hasta lo que está oculto, viendo lo que yace tras la fachada de la materia pues tenían el don de leer el alma, de acariciarla.
– Cuánto debes haber sufrido, Samael, hermano. Estás casi vacío de don, apenas si te queda un soplo de lo que fuiste y lo tienes enterrado en lo más profundo. Rebosas anti-don, te ha dominado, estás perdido y aún en mitad de tu magna e incalificable traición me mueves a la piedad, te tengo lástima; – Y al borde de las lágrimas y bajando la voz hasta el susurro, le confesó – yo mismo he intentado interceder por ti. En infinitas ocasiones he acudido al Verbo para pedirle que renueve lo poco de amor que te queda y encuentres el camino de vuelta a nosotros pero siempre me responde lo mismo, que yo no lo entiendo. Nunca me ha hablado de la última vez que os encontrasteis en su Gloria el día de tu caída. Explícamelo tú, hermano, quiero, necesito saber qué pasó para haberte perdido.
Samael estaba bloqueado. Una duda sombría le sacudió las entrañas como un rayo. ¿cómo no sabía Azael lo ocurrido en la Gloria? ¿acaso … sería posible que Él no hubiera explicado sus motivos a sus hermanos?, no, aquello era impensable. Su lucha interior estaba llegando al límite que su naturaleza sobrehumana podía tolerar y le estaba consumiendo como si en el centro de su pecho se alojara una daga que destrozaba sus entrañas. Amaba a aquél ser de forma sincera, habían compartido tantas cosas, los recuerdos se le venían a millones, los paseos por la Gloria, los susurros entre las estrellas, las misiones a través de los ciclos, las zambullidas en el poder supremo, casi su vida entera. Pero su otro yo le negaba todo esto y le instaba a acabar con la existencia del ser que tenía delante; su orgullo no necesitaba de la piedad de nadie, estaba ebrio de autocomplacencia y seguridad en su superioridad. Y poco a poco fueron estos los sentimientos que ganaron la liza.
– No te será revelado lo que no sepas ya y tu compasión no me afectará. Me merezco el respeto que inspira el miedo y no la piedad de un títere como tú que nunca se ha cuestionado nada. Busca a tu Verbo y pídele que te ilumine, pues ahora mismo soy yo el que te va a acercar una luz y te aseguro que la luz de mi espada resulta de un calor totalmente distinto al que Él emite. – le espetó con violencia, y en su más interno fuero, supo en ese mismo instante que se había expresado con una dureza innecesaria por puro despecho e impotencia, pero no le importó.
– Sea como quieres. Me has de ver emplearme a fondo contra ti pues si cayera, buen pago sería mi existencia si con ello cayeras tú y pudiera librar así al género de los hombres de tu iniquidad y anatema.
– Sea pues.
Y dicho esto, ambos se dispusieron como hicieran hacía miles de años en su última lucha. Se acercaron y uno frente a otro, hincaron la rodilla derecha en tierra y asieron la muñeca del contrario como gesto de respeto. Inclinaron la cabeza y meditaron algunos segundos. Se volvieron a mirar y deseándose cielos calmos se soltaron, se separaron ampliamente y alzaron sus espadas.
“Entonces se entabló una batalla en el cielo”.
El silencio y el frío parecían haberse intensificado, toda la naturaleza parecía observar de forma pavorosa y atónita aquella macabra danza de la muerte, pues ambos ángeles empezaron a caminar en círculos hacia su derecha sin perder de vista al contrario, y con cada vuelta que completaban se acercaban un paso y caminaban más deprisa. Un giro, dos, seis, ocho giros. Sus espadas casi podrían tocarse en caso de extenderlas hacia el otro cuando de repente Azael cambió el sentido de su marcha y se abalanzó de manera desenfrenada sobre Samael. Éste percibió el movimiento y rápido como un rayo dispuso su propia espada para bloquear el golpe de su hermano, lo cual consiguió sin mayor dificultad.
Se produjo un extraño y vibrante sonido, una pequeña explosión luminosa y una lluvia de chispas que rebotaron contra el suelo cuando ambas llamas se encontraron y cada cual ayudó con su poderosa anatomía y fuerza espiritual al avance de su hoja hacia el contrario, pero ninguna se movió ni un mínimo. El fuego de cada espada parecía intentar devorar al de su oponente en una lucha que iba más allá de la simple pugna de dos voluntades, cada lengua de fuego peleaba con su gemela de la otra espada, se retorcían, se anudaban y se estiraban.
Aquello no podía ser. No era posible que “Castigo” hubiera resistido al contacto directo con “Justicia”, debería haber quedado reducida a polvo. Samael se retiró rápidamente y con toda la velocidad de que era capaz intentó ganar la espalda de su hermano para intentar un golpe en diagonal por el flanco izquierdo de este. Pero al igual que sucediera antes, el golpe quedó detenido en una cascada de chispas.
Samael no se explicaba la circunstancia de que su rival aún se mantuviera en pie, era imposible, una locura. Estaba tratando de encontrar una respuesta cuando al mirar a Azael notó clavados en él sus ojos verdes y percibió sobre los ecos metálicos de la danza de las espadas un rumor procedente de los labios apenas abiertos de su oponente que le dio la explicación. En principio no parecía más que un efecto del esfuerzo pero el rumor le resultaba familiar, como oído hacía una inmensidad temporal, si, lo recordaba pero no lo entendía.
Los golpes, fintas y estocadas se sucedieron de forma rabiosa y el rumor fue creciendo de labios del ángel de la luz y en mitad de aquel mar de sonidos, destellos y gruñidos Samael entendió al tiempo el rumor y la fortaleza de su enemigo. Azael estaba recitando el tercer himno de la gloria, una oración que llamaba a la vida de las criaturas a través de su creador, de tal forma que implorando a la vida, Azael aún se mantenía en ella.
En mitad del estupor de Samael por la inteligencia de aquella estrategia, la voz de Azael fue alzándose cada vez más poderosa hasta que estuvo recitando aquella arcana salmodia a voz en grito y adelantándose descargó una serie de tremendos golpes sobre la espada del primogénito entre los primogénitos, a los que este a pesar de responder tan bien como podía estuvieron cercanos a herirle severamente el hombro izquierdo.
Enfurecido por haber bajado la guardia y avergonzado por su debilidad, Samael hizo ver que llegaba su turno con una rápida cascada de tajos, estocadas y molinetes seguida de un río de descargas devastadoras, llegando hasta el punto de que Azael hubo de apoyar su rodilla izquierda en tierra.
En esa posición de sumisión se hallaba, cuando Samael, con la mirada cegada de ira y odio se disponía a administrarle el golpe final. Y así lo hizo. Mas la estocada quedó detenida en el aire, casi rozando el cabello del ángel postrado, por una mano infantil que asió el macizo de llamas con una firmeza asombrosa, y Samael sintió una presencia largo tiempo deseada, una presencia por la que había gritado y llorado miles de veces, una presencia sedante que desprendía el calor abrasador del amor puro. Extasiado estaba Samael cuando de una boca oculta tras las llamas una voz exclamó de forma incontestable:
– Deteneos ahora. No iréis más allá.
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