viernes, 9 de enero de 2015

Caricaturas, monjes y un sabio.




Resulta curioso lo poco que hemos avanzado. Mira que ha llovido desde que el mundo es mundo. Mira que ha llovido y seguimos igual. Matando gente por cosas de la religión. Quedaos con un nombre porque luego os contaré algo sobre él que os va a gustar, Arnaud Amaury.
 

Esta semana dos zumbaos con el seso frito por un exceso de religión musulmana han entrado en la redacción de una revista satírica francesa en París y se han liado a tiros con todo lo que se movía. ¿El resultado? doce muertos. Todo ha sido en venganza porque hace unos años esta publicación lanzó un número en el que aparecían unas caricaturas de Mahoma. La cosa es que la tradición, que no el Corán ojo que esto es importante, y lo repito la tradición, prohíbe la representación gráfica de seres humanos, más aún del profeta y de Alá. Y claro, si juntamos que se representa a Mahoma y encima se hace con cachondeo como que esta gente se lo toma bastante mal y empiezan a lanzar amenazas de muerte que con el tiempo nos han traído al episodio de estos días.
 
Esta es la portada ´por la que hace tiempo los yihadistas se la tenían jurada a la revista.
 
Ahora, en esta basura de país que es el nuestro, si si España, las redes sociales se llenan de alusiones islamófobas, xenófobas y racistas mientras que en Francia, lugar de la masacre se habla en el sentido totalmente contrario, pero claro, esta gente son unos sin sangre que no saben ni gestionar los sentimientos patrios, no como nosotros, la raza ibérica de roja y caliente sangre que se toma tan a pecho alguna cosas que si todo ese esfuerzo lo encauzáramos en otras cosas otro gallo nos cantaría, postureo a fin y al cabo.  

Y es que al fin y al cabo somos latinos hiperbolizados y aprovecho lo de latino para un offtopic: nosotros, los europeos, somos los latinos porque fuimos latinizados por los romanos. La gente de América no son latinos, son hispanos porque fueron hispanizados por nosotros. ¿Y por qué se autodenominan latinos? Fácil, por dos motivos, el primero por ignorancia y el segundo por marketing. Lo de llamar Latinoamérica a Hispanoamérica fue un invento de Francia para ganar influencia en una zona del mundo controlada por hispanos, esto es, por españoles y portugueses y en la que ellos tenían contadísimos territorios y limitada influencia, porque al fin y al cabo los franceses sí que son latinos. Fin del offtopic.

¿Recordáis el nombre? Era Arnaud Amaury. Vale, pues todavía no toca, era solo para recordáoslo. 

            Pero volvamos a la Francia de hoy en día. Decía que ellos se lo han tomado en general de una manera muy otra a la española. Allí tienen quizás una manera más reposada de afrontar ciertas situaciones y salvo una parte, si, la que estáis pensando del Frente Nacional que de manera inmediata pide la vuelta a la pena de muerte y cierre de fronteras y expulsiones masivas y esas lindezas, la mayoría de la gente lo que expresa es que el Islam no es lo que ha pasado esta semana, no identifican la parte con el todo, no quieren que se eche a nadie de ningún sitio ni que se extingan vidas con el visto bueno del Estado, porque en el fondo, saben, y quizás es algo en lo que nosotros quizás no hemos caído aún, que esto no es un problema de seguridad sino de educación. No puedes tener un policía para cada ciudadano sospechoso. Es inviable logística, económica y demográficamente. Porque incluso así te la pueden colar. Lo que hay es que educar en el respeto, la moderación y la convivencia. ¿Qué aun así te la pueden colar? Naturalmente que sí, pero es más difícil. 

Decíamos que todo esto viene por una representación de Mahoma. Pues yo seré un raro, porque yo a lo largo de mi vida he visto muchas, y hechas por musulmanes y nunca se ha puesto el grito en el cielo. Normalmente se le representa con la cara velada y con un aurea flamígera a su alrededor, pero no tiene por qué hacerse siempre. Algunas son preciosas, por ejemplo estas.

 

Mahoma, sin su cara y con su fuego, como debe ser, en una miniatura medieval de estilo evidentemente musulmán


Mi'ragnama turco del siglo XV conservado en la Bliblioteca Nacional Francia


Miniatura de la escuela de Bagdad custodiada en el Museo Británico con Mahoma subiendo a los cielos


Códice musulmán medieval del Museo Topkapi en la que se representa a un Mahoma recién nacido
 
 
Todo este asunto viene generado por una excesiva interiorización y una lectura muy radical de una religión, y sinceramente me da igual la que sea y creo que es un error tachar a alguna de ser más propensa a estos hechos que otra. Porque yo soy de los que piensa que las religiones han traído muchas cosas buenas a los individuos, esperanza, espiritualidad, apoyo, paz, sosiego, fuerza, confianza, etc, pero han sido nefastas para las sociedades porque también le han dado represión, muerte, intolerancia, guerras, fanatismos, dogmas, exclusión, etc. Todas las religiones, todas, han generado una casta llamada sacerdocio que invariablemente se han colocado a la vera del poder político para a su amparo medrar y drenarle autoridad para en muchos casos gobernar de lado y en muchos otros hacerlo de facto. Los sacerdotes tradicionalmente han sido los guardianes de la ortodoxia de la que no convenía salirse, o al menos no si es que uno tenía el más mínimo aprecio a la vida propia y al sosiego social de sus allegados. 

Recordad que el nombre del tipo era Arnaud Amaury porque la anécdota os va a encantar. 

No hay que fijarse solamente en un Islam contemporáneo para ver esto que decía más arriba, también o mejor dicho, además, podemos fijarnos en nuestra propia tradición cristiana occidental y veríamos las peleas cainitas que libraron durante la Baja Edad Media dos órdenes monásticas de tanto renombre como fueron los franciscanos y los dominicos. Resumiendo muy resumidamente uno de aquellos conflictos vemos que los franciscanos defendían que el Hombre no “necesitaba” de manera obligatoria un sacerdote para estar en comunión y comunicarse con Dios, por éste al ser omnipotente y omnipresente escuchaba y hablaba a quien quería y cuando consideraba oportuno. Me parece un argumento bastante lógico. Pero claro, puestos a discutir, en el otro lado estaban los dominicos, quienes defendía que si bien era cierto el poder de Dios, con el argumento minorita se extinguía la esencia de ser de la Iglesia pues el mismo Jesús la instituyó con aquella frase de “Tú eres Pedro y sobre esta piedra…”. Imaginaos que el debate se libraba en cátedras de universidad, en concilios de alto nivel, en reuniones abiertas a la discusión… imagináoslo y erraréis, porque resulta que la de los dominicos tradicionalmente era la orden que controlaba una institución de creación relativamente reciente llamada Santa Inquisición. No hace falta decir que los argumentos dominicos acabaron pesando más y los argumentos franciscanos se acabaron convirtiendo en humo, sobre todo el de las hogueras en las que acabaron aquellos que negaban la ortodoxia de Roma. 
 

F. Murray Abraham caracterizado como Bernardo Guy, inquisidor de Toulouse
 
            Y ahora sí, por fin, vamos con Arnaud Amaury. Este señor nacido en 1160 y muerto en 1225 fue un monje cisterciense y un destacado personaje de la Iglesia en la Francia de su tiempo, tan es así que en su calidad de legado papal fue quien dirigió la famosa cruzada albigense, si hombre, aquella destinada a acabar con la herejía cátara del sur de Francia. No voy a entrar en el tema de los cátaros porque sería un no parar y aquí al amigo Arnaud lo traemos por una anécdota. Se cuenta que una vez finalizado el asedio de la ciudad de Bèziers, donde residían gran cantidad de cátaros, y sus tropas pudieron acceder a la ciudad, Arnaud Amaury les dio la orden de matar a todos los cátaros, sin juicio, sin contemplaciones. Los oficiales le preguntaron que cómo diferenciarían a los herejes de quienes no lo eran y aquí viene lo bueno, porque el bueno de Arnarldo les dijo la siguiente frase: “Caedite eos. Novit enim Dominus qui sunt eius” o lo que es lo mismo “Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos”. Vamos, yo te mato y ya que te juzguen allí arriba que si no eres malote hasta te estoy haciendo un favor de mandarte al cielo.

Tabula rasa.

 Tierra quemada.
 
Con un par.

            El Estado Islámico está haciendo básicamente lo mismo. Fanatizados hasta la náusea por una religión que en origen no tiene por qué ser buena o mala, la lectura que de ella hacen es la más abyecta por cuanto acaba con la vida de mucha gente que no la comparte. Y de otros que si. Contra esta gente la seguridad es secundaria. La educación es el arma definitiva o acaso la única con algún viso de triunfo que tiene Occidente para prevalecer en esta lucha en la que lo que habrá seguro serán muchos más muertos inocentes en las calles de nuestra vieja, acomodada y adormilada Europa.
 
Y me despido con esta imagen que he visto hoy por mi TL de Twitter y que me ha encantado.
 
 
 

 

 

 

martes, 28 de octubre de 2014

La clave de bóveda 7/7

REGRESO

Una aurora de rosados dedos empezaba a bañar con una luz tenue y mortecina los restos del santuario. Algunos pájaros habían empezado a trinar saludando al nuevo día. El viento frío mecía la hierba y la corriente del cercano arroyo mecía el musgo en su interior.

El soldado dio la vuelta y encaró el pueblo bajando por la ladera de la colina. Pronto ganó las primeras ruinas y enfiló la calle que llegaba hasta la plaza. La recorrió con parsimonia, paseando, observando y oliendo el espectáculo que la guerra ofrecía a cualquiera que se detuviese a contemplarlo.

En la plaza el gran roble seguía sirviendo de apoyo a la cuerda de la que pendía un ahorcado, que el viento mecía con un absurdo movimiento pendular. El soldado prosiguió caminando, y al llegar a la altura del ahorcado, sin siquiera mirarlo, sujetó al pelele por una rodilla y lo dejó quieto.

En el otro extremo de la plaza nacía una calle en cuya acera derecha había un montículo de escombros que casi ocultaban un cadáver de lo que parecía haber sido una mujer en tiempos mejores. Sólo tenía un ojo abierto pues la mitad de su rostro había desaparecido dejando al descubierto los huesos del cráneo y una cuenca vacía. Le faltaba la mano derecha, que había sido arrancada a mordiscos por alguna fiera y la superficie de su estómago descendía en una curva obscena merced a que sus entrañas habían desaparecido por un horrible desgarro en el flanco izquierdo.

El soldado se acuclilló a su lado y cerró el ojo que le quedaba. De la nada hizo aparecer una flor blanca y tras observarla un instante se la dejó en el regazo y se levantó. Se marchó sin mirar atrás. No merecía la pena.

Con sus armas al hombro se encaminó hacia el Este. Llevaba tiempo pensando en volver allí. Años atrás y desde la distancia había sembrado las semillas de una guerra devastadora que habría de estallar en el Este en pocos meses. Sería una guerra recordada de una forma especial por su grandeza, su injusticia y su virulencia y no quería perdérsela. Ahora menos que nunca, porque ahora más que nunca, era su labor.

Y él era bueno en su labor.






Sevilla, 04 de Enero de 2007

domingo, 26 de octubre de 2014

La clave de bóveda 6/7

AGONÍA

El tiempo parecía haberse detenido. Ambos contrincantes estaban completamente desconcertados ante lo que acababa de ocurrir. Permanecían inmóviles, petrificados por la sorpresiva aparición y por lo que parecía ser el desenlace de la titánica lucha. Samael fue el primero en reaccionar, tenía la victoria a una distancia insignificante de la punta de su espada y su orgullo y su soberbia le alentaron a seguir adelante.

– ¡No, ahora no! – dijo con una voz negra que escapaba entre sus dientes apretados y echó todo su peso sobre la empuñadura para intentar lograr salvar el mínimo recorrido que le quedaba para destruir a Azael.

– ¡Basta!, hemos dicho – respondió la voz, esta vez con un ligero toque de hastío – pues no será esta noche cuando se dirima el principio de las cosas.

Y acto seguido la otra mano infantil asió las muñecas de Samael y apretó tan fuerte que obligó a este a soltar la espada y dar un paso atrás. A continuación el niño agarró la hoja por su medio, la volteó hasta la horizontal y mirando fíjamente con sus ojos grises a Samael, añadió:

– Te previnimos del uso de esta espada y no Nos has escuchado. Por tu causa, no existe futuro para ella. Observa ahora las consecuencias de tus actos.

Samael contempló atónito cómo lentamente las llamas adyacentes a la mano fueron adquiriendo una tonalidad más apagada, perdiendo brillo y substancia, las lenguas de fuego se movían más lentamente y con trabajo. Las llamas se estaban congelando en medio de un insufrible chirrido como el producido por una poderosa fricción de metal contra metal desnudo, el grito de un poder arcano que desaparece. La espada quedó rígida en poco tiempo, exhibiendo una hoja cubierta de picos de hielo bajo los cuales aún fluía muy lentamente un río de fuego espeso. El Verbo entonces asió la empuñadura, alzó la espada, elevó su rodilla derecha y descargó un golpe terrible sobre ella, de tal forma que la hoja estalló en una miríada de partículas de hielo y fuego en mitad de un rugido ensordecedor al que siguió un lúgubre silencio. Luego lanzó la empuñadura al aire y esta se transformó en un cuervo que saliendo de la cripta se fue elevando en el cielo con aire melancólico hasta desaparecer. Entonces el silencio quedó roto por el rumor de un suave soplo de viento y por el sonido de una gota que por fin terminó de llegar al charco.

El Verbo se volvió hasta donde Azael seguía arrodillado y tomándolo por la barbilla le dijo con dulzura:

– ¿Por qué?

Y por la mente de un Azael al borde de las lágrimas de agradecimiento cruzaron como relámpagos millones de sólidas razones que respaldaban su comportamiento pero, aún turbado por el miedo pasado y por el alivio presente solo acertó a decir:

– Así debía ser.

El niño comprendió al instante todo lo que pasaba por su cabeza y entendió sus motivaciones. Le acarició la mejilla con el dorso de la mano atrapando una lágrima entre sus pequeños dedos. Posó su mano sobre la cabeza del ángel arrodillado y suspiró. Se acercó al montículo de negro polvo que antes había sido un guardia de la llama y cogiendo un puñado lo depositó entre las manos de Azael diciéndole:

– Así es. Ahora vuelve con tus hermanos y arroja estas cenizas en las aguas del lago. Pronto tus legiones volverán a ser cuatro.

Dicho esto, Azael se incorporó y caminó hasta Samael, quien había permanecido en un respetuoso silencio. Apoyó su mano en el hombro del caído y le expresó, ya sin resto alguno de resentimiento ni amargura:

– Adiós hermano. En este punto me despido de ti de forma irremediable, pues mi corazón presiente que no hemos de volver a vernos hasta que se complete el ciclo de los tiempos. Te deseo paz en tu camino y luz para tus días.

– Una y otra me fueron negadas, ya no las añoro. – Le respondió.

– En cualquier caso te las deseo en recuerdo de lo que una vez fuiste.

Y diciendo esto dirigió su verde mirada y sus pasos a la escalera de piedra que partía de la cripta y moría en el frío aire nocturno, que lo acogió en un abrazo gélido antes de desaparecer.

Samael quedó un tanto melancólico. Los recuerdos, otra vez aquellos condenados recuerdos… Se volvió para buscar al Verbo y lo encontró al fondo de la cripta, sentado en la piedra del altar, balanceando sus pequeños pies en el vacío y se dirigió allí deteniéndose al pie de los tres escalones. El niño estaba bañado por la luz de la luna, que luchaba con el tenue brillo dorado que exhalaba su cuerpo.

– Y ahora que – dijo Samael con las palmas extendidas.

– ¿Ahora?, las cosas seguirán como están, aún tienes mucho trabajo que hacer y percibimos que te gusta lo que haces, has alcanzado gran maestría en tu labor. Colmas nuestras expectativas con cada gesta que acometes.

– Te oigo hablar y aún me cuesta trabajo creer que todo esto pueda haber nacido de ti, es contrario a tu naturaleza.

– ¿Tú crees?, eso es muy interesante pero somos más complejo de lo que ninguna criatura, incluso una tan perfecta como tú, podría siquiera llegar a imaginar. Nuestras motivaciones se encierran en lo más profundo de Nos mismos, allí donde nadie más que Nos puede llegar.

– Esa es una verdad que he aprendido con dolor.

El Verbo permaneció callado unos instantes, apoyó ambos brazos en la piedra y detuvo el balanceo de sus piernas. Bajó la cabeza y quedó mirando pensativamente el suelo. Samael no pudo dejar de observarle; era lo que tanto tiempo había deseado, volver a sentirlo junto a él, volver a sentir la ardiente compañía de la mística presencia, el calor de la fuente de la vida. Estaba extasiado, ensimismado en sus pensamientos cuando el Verbo prosiguió.

– Nos has desobedecido. – Dijo el niño con algo de tristeza – Cuando te encomendamos tu tarea solo te restringimos a una condición y no la has respetado. No debiste usar nuestra espada contra uno de nuestros hijos.

– ¿Acaso debía permanecer inerte cuando mi propia existencia corría peligro por la iniciativa propia de uno de tus más poderosos hijos? – sentenció Samael, consciente de que había usado medios desorbitados.

– Veo que el tiempo te ha vuelto soberbio y muy pagado de ti mismo.

– No fue el tiempo, sino la carga que me impusiste, recuerda que me propusiste un dilema insoluble, en el que cada uno de los dos caminos posibles conducía lejos de ti.

– Tss, tss, tss no sigas por ahí, hijo Nuestro, eso ya quedó zanjado cuando aceptaste la misión. Pero el hecho es que nos has desobedecido, y tú mejor que nadie debe saber que para cada falta hay un castigo, y ¿cuál habría de ser el tuyo?, pues aunque no te des cuenta lo estás sufriendo en este preciso instante.

Samael quedó pensativo, no alcanzaba a comprender bien lo que… la sangre se le heló en las venas, ahora lo veía y su castigo era de una inteligencia poco común.

– Veo que ahora tus ojos ven claro lo que claro estuvo desde que aparecimos aquí. Te condenamos a un segundo desarraigo, y te aseguramos que será peor que el primero.

A pesar de llevar dentro de sí mismo la semilla de la ingratitud, el odio y la soberbia, Samael durante miles de años había anhelado de forma desesperada el reencuentro con su creador, con su padre, pues aunque caído, su naturaleza seráfica le impulsaba a estar cerca de la divinidad. Estar junto a ella le reconfortaba, le aliviaba, le servía de apoyo, era como la calma tras la tormenta y ahora había vuelto a disfrutar esa paz. Samael sabía de sobra que el Verbo podría haber intervenido sin necesidad alguna de acercarse hasta donde él y Azael luchaban a vida o muerte, el solo deseo de que parasen habría bastado, pero había aparecido allí para que el caído gozara de su presencia y poder así quitársela al cabo de poco tiempo, condenándolo a un segundo desarraigo.

La comprensión de aquel hecho le sacudió de tal forma que le hizo perder la presencia del ánimo, le temblaron las piernas y finalmente cayó de rodillas con los brazos extendidos y la cerviz doblada ante el altar. Escasos instantes después, sus lágrimas humedecían el polvo del suelo.

– Escucha mi ruego, Elohim – suplicó Samael de forma sincera; con los ojos arrasados en lágrimas y la voz quebradiza estaba en un estado de nervios y lucha interna que había superado hacía miles de años y que ahora volvía con renovada violencia – ya pasé por esto y casi acaba conmigo. Hazme la merced de no condenarme de nuevo a lo mismo, no podría soportarlo.

– No imaginas cómo lamentamos el verte así, no en vano eres nuestro hijo más querido, pero ya no hay remedio a eso que nos pides – dijo el Verbo bajando de la piedra y yendo a sentarse justo frente a su ángel caído. Acercó una mano y acarició la de su hijo.

– No es justo, no es justo, no es justo… – repetía Samael sacudiendo la cabeza entre sollozos de forma monótona, como recitando una salmodia que fuera capaz de alejar de él aquella terrible realidad.

Los sollozos se convirtieron en llanto abierto, y este en gritos desesperados de dolor infinito que rompieron el silencio de la noche y perturbaron la paz de las piedras y la hierba, pero pronto todo quedó de nuevo sumido en la tranquilidad del sueño nocturno. Finalmente, se recompuso lo suficiente como para poder seguir hablando.

– No te necesito, ya pasé por esto yo solo y volveré a hacerlo de nuevo, resurgiré del abismo en que me sumes. Pero esta vez seré yo el que te despide. Yo soy la estrella de la mañana y la luz de las estrellas nunca se observará junto a la del Sol. Déjame ahora.

– Sea.

Y dicho esto, el niño se puso de pie y se dirigió a la escalera. A mitad del ascenso se giró y casi con un susurro se dirigió a la figura que seguía postrada en el suelo.

– No olvides Lucifer que Nos somos el principio rector.

Y Samael cuya lucha interna estaba próxima a terminar, pues el odio se imponía sobre su naturaleza angélica solo acertó a añadir con otro susurro hosco, duro, áspero y nocivo:

– Olvídate de mi, Elohim – y mentalmente añadió – por piedad.

El Verbo, desde las escaleras lo observó llorar y pensó “Cómo podríamos olvidarte”. Nunca podría olvidar el sacrificio de su hijo más amado. Y siguió ascendiendo hasta que sus pies desaparecieron por la abertura de la cripta dejando atrás el más lacerado grito de dolor desgarrado que nunca se oyó en la tierra, el cielo o el abismo.

Las tinieblas eran insondables, inabarcables.

El silencio era más que ausencia de sonido alguno.

Unos ojos inyectados en sangre y enrojecidos por el llanto y el dolor.

Una naturaleza.


“Resurgiré de mi abismo, yo soy la estrella de la mañana.” 

sábado, 25 de octubre de 2014

La clave de bóveda 5/7

ABISMO

La llanura era vastísima y la vista se perdía entre el océano de nieve blanca y lisa que la tapizaba. El aire era gélido y cortaba como miles de cuchillas. El cielo era del color oscuro de un atardecer casi convertido en noche y en el cenit, las estrella titilaban misteriosamente lejanas. En la superficie, los dieciséis rumbos posibles de una innecesaria rosa de los vientos conducían indefectiblemente hacia un horizonte plano donde el blanco se fundía con la tiniebla, pues a aquél lugar adimensional era imposible llegar y del que no existía salida, simplemente se estaba o no se estaba.

Justo en medio de aquella extensión había un pequeño y extraño lago cuyas aguas parecían haberse congelado en mitad un remolino producido por una furiosa tempestad, pues sus olas de hielo yacían inmóviles en imposibles escorzos de un desaforado dinamismo. En el centro del lago se hallaba una estructura de negra andesita formada por cuatro columnas que se elevaban sobre tres peldaños engarzados en el hielo y en medio de aquella negra techumbre se encontraba un perfecto dodecaedro de mármol blanquísimo, sobre cuya cara superior había una muesca en la que se encajaba una esbelta y delicada jarra de cristal cerrada por un tapón de metal. Cada superficie del dodecaedro tenía esculpida el símbolo de seis virtudes y seis vicios en caras contrapuestas y si la superior tenía bajo la base de la jarra el símbolo del odio, la cara no expuesta a la vista sobre la que se apoyaba la pieza de mármol presentaba la figura del amor, como símbolo de algo que se tuvo y que ahora yacía enterrado en lo más hondo.

Samael gustaba de pasear alrededor del lago, dejando profundos surcos en la gruesa capa de nieve y haciendo saltar por los aires los picos de hielo de las olas que quedaban al alcance de su pie. Le gustaba estar allí; allí disfrutaba de la paz más absoluta, todo quietud, todo profunda reflexión. Y de una forma muy particular, aquel lugar poco a poco le complació por oposición a aquel otro tan parecido y del que había sido expulsado.

La primera vez que llegó a aquel lugar, éste era muy distinto. Menos el templete en el centro del lago, casi todo era igual que en aquel otro espacio atemporal. Y recordó unas palabras.

“Te hemos dotado de un lugar como este, fuera del espacio y el tiempo para que aprendas a conocerte, un refugio al que puedas acudir una vez que tu caída se haya consumado, un retiro necesario que será tu reino. Haz de el lo que quieras.”

Millones de veces había sentido el calor abrasador del amor que desprendía el Verbo, una calidez que envolvía hasta las más profundas entrañas de los serafines que lo rodeaban. Y a pesar de la tibia temperatura del aire que lo rodeaba, ya no sentía el calor que tan familiar le había sido durante su ya larga existencia. Todo parecía igual, pero todo era distinto, carente de la chispa divina que tanto le reconfortaba y en la cual buscaba refugio, apoyo y comprensión. Aquel lugar, aunque maravillosamente armonioso y acogedor estaba vacío, pero vacío de una forma absoluta. No había en él el más mínimo asomo ni resto de don. Era un erial del sentimiento, del cariño, la ternura, la compasión y del amor mismo, y así se decidió a no pisar nunca las riberas de la isla lacustre por el recuerdo de aquella otra isla en la que en un tiempo fue feliz.

Pronto se puso manos a la obra y se dedicó de manera obstinada a conocer su nueva naturaleza, a estudiarse, a controlar su nuevo poder, pues poder era. Pero en seguida percibió que aquello le sobrepasaba con mucho, no tenía la suficiente fortaleza para dominar todo aquel odio que le susurraba al oído y le corrompía las entrañas, de modo que se decidió por un aprendizaje escalonado; dejaría parte del odio encerrado fuera de sí y lo iría asumiendo cuando estuviera preparado para hacerlo, poco a poco.

Una vez decidido a dejar parte de la pesada carga que portaba, creó la jarra de cristal, que ubicó en una de las riberas del lago. Se sentó junto a ella y asiendo fuertemente sus asas, acercó su boca a la boca del recipiente y suspiró. De su boca fue apareciendo una extraña suerte de turbia neblina de reflejos azules que se dirigió hacia la jarra como siguiendo un camino invisible y cuando quedó llena la cerró con el metal.

Se sintió en seguida muy mejorado, más libre, más liviano, más limpio, y comenzó a analizarse y aprehenderse a través de infinitas horas de profunda meditación. Cada día mejoraba en su propio conocimiento y cuando estaba preparado, se acercaba a la jarra, retiraba el metálico tapón y aspiraba una nueva porción de aquella pútrida niebla que le corroía el alma. Tardó muchos miles de años, pero finalmente, la jarra quedó vacía y Samael comprendió que su nueva naturaleza constaba de doce principios no equilibrados entre sí, unos fruto del amor y otros fruto de la maldad.

Una vez vacía, Samael caminó hasta el lago y se dispuso a alcanzar la orilla de la isleta, pues ya poco le importaban los sentimientos que había traído de aquel otro lugar, de modo que adelantó una pierna y su pié se hundió de manera irremediable en las frías aguas. Al instante, la humedad hizo que sus ropajes adquirieran un tono más oscuro y luminoso, una mancha que se extendió hasta la mitad de la pierna. Era la primera vez que se mojaba y no le gustó pero siguió adelante; cuando se hubo sumergido hasta el pecho se dio impulso con los brazos y alcanzó la orilla. Salió del agua. Estaba empapado. De sus cabellos caían lágrimas acuosas que se estrellaban contra las briznas en una lluvia de diamantes.

Le irritaban la humedad, las prendas pegadas a su cuerpo, la perturbación del agua, el sonido de los chapoteos y las gotas que le habían entrado en los ojos y en la boca. Le irritaba su papel en aquel plan que no era el suyo. Le asfixiaba la sensación de haber sido expulsado de su hogar por sus hermanos y sufría la impotencia de que no le hubieran permitido exponer los verdaderos motivos de aquella locura. Pero, sobre todo, le angustiaba no poder volver a ver al Verbo, no estar cerca de Él.

Se sentó en el centro de la isla abrazando sus rodillas; apoyó la frente en estas y lloró larga y amargamente. Y en mitad de aquella vastedad se sintió solo y vacío. Vacío del calor vivificante, vacío del don y abandonado. Y estando así, fue en mitad de estos pensamientos cuando conoció el frío, estaba tiritando, por el frío físico y el espiritual, se estaba deslizando hacia el resentimiento contra todo lo que había amado y que ahora había perdido. El nuevo sentimiento creado para ser consubstancial a él ya había reclamado una parte de su ser.

Derrotado, triste y tembloroso como estaba, sollozó y de su boca fue emergiendo un vaho que acabó por envolverlo. Todo su cuerpo empezaba a desprender esta misteriosa neblina que se extendió por casi toda la superficie de la isla y empezó a girar lentamente. Poco a poco, la tenue nube fue adquiriendo velocidad y pronto se convirtió en una brisa, luego en un viento y finalmente en un devastador soplo de gelidez mortal. La hierba adyacente al cuerpo del caído se fue congelando, la humedad se condensaba y el viento la congelaba en mitad de un lamento de chasquidos y cristales transparentes. La nube fue abriendo su circunferencia y pronto alcanzó el agua hasta que toda esta se movió en círculos alrededor del islote, y el viento perturbaba su armonía levantando penachos líquidos que al segundo quedaban congelados en grotescos remolinos. Aquel viento gélido recorrió toda la llanura hasta congelar todo lo que alcanzaba la vista y convertir el verde y el turquesa en gris y en blanco; hasta la luz perdió buena parte de su fuerza y su calor, quedándose en una semipenumbra muy poco acogedora.


Y he aquí la manera en que el abismo quedó helado por la añoranza de lo perdido, en medio de la infinita tristeza del repudio y el destierro. 

viernes, 24 de octubre de 2014

La clave de bóveda 4/7

FUEGO

Poco a poco el brío del torbellino fue cediendo y finalmente se apagó volviendo cada llama a la hoja de “Justicia”, todas menos una. Lo que atrás quedaba no era un sucio y cansado soldado, sino un magnífico ser envuelto en negras telas, con un brillo refulgente en la mirada, una mirada que rebosaba odio y autosuficiencia, ebrio de orgullo al saberse portador de un arma que excedía en mucho a cualquier otra, un arma definitiva que nunca había sido usada en batalla alguna y que ahora reclamaba una deuda de sangre. 

En su mano brillaba un anillo, que antes la sangre seca y la suciedad habían ocultado, un anillo negro rodeado por la única llama que no había vuelto a la espada. Y bajo la ropa, en su pecho se ocultaba un insano reflejo rojo que parecía pugnar por soltarse.

Samael se volvió hacia Azael. 

– La espada génesis. Me consta que nunca antes la habías visto pues yo he sido siempre su custodio desde el momento en que Él mismo me la entregó. Nunca me retiró ese privilegio y aunque ni yo mismo me lo explico, lo cierto es que es así. Tú portas un arma magnífica, de terrible eficacia, la mía, mas yo porto la suya. 

Samael deslizó la hoja por el aire delante de sus propios ojos verdes, y la luz danzaba en ellos de forma macabra, anunciando muerte. Mirando a Azael de forma altiva y con el odio pintado en el rostro le confesó: 

– Y antes de que trates de arrasar conmigo tal como has dicho permíteme decirte algo. Esta espada solamente se ha desenvainado dos veces en toda la eternidad. La primera vez, Él creó la luz con ella acuchillando la tiniebla. La segunda vez ha sido esta y aún no sabemos que nuevo orden puede ser creado fruto de la batalla que tanto pareces anhelar. Te diré más; cada muerte, cada gota de sangre derramada, cada llanto y cada gesto de dolor que la humanidad ha tenido a lo largo de su Historia se la he ido ofreciendo como sacrificio a esta espada, que al día de hoy está tan ahíta de maldad colectiva que solamente Él y yo podemos dominarla, y te aseguro que yo la domino a la perfección. – Hizo una mínima pausa y prosiguió – De modo que ya puedes pedir a tus cohortes que vengan a buscarme porque en verdad te digo que las he de ir doblegando una a una con mi sola voluntad. Y ahora… observa. 

Samael se acercó a un gran sillar desprendido desde el techo y susurrando unas palabras, la piedra volvió a solidificarse en el espacio y el tiempo trayéndola al plano de la espada; la rozó con la punta de la hoja y la piedra durante un instante pareció hervir en un torbellino de llamas negras antes de convertirse en polvo. El silencio más profundo cubrió toda la cripta. 

– Resulta paradójico, tú a su lado portas el castigo y yo enfrentado a Él esgrimo la justicia. – Dijo Samael con una tenebrosa media sonrisa dibujada en el rostro iluminado por el fuego. 

Azael, atravesando con todo su cuerpo la enorme piedra del altar como si allí no hubiera nada, se adelantó hasta el primer escalón y quedó mirando a Samael. Los otros cuatro hicieron lo propio ligeramente retrasados abriéndose en arco, dos a su izquierda y dos a su derecha. 

– Te prevengo, viejo amigo. Aún estás a tiempo de remediar esta catástrofe. Márchate con los tuyos y déjame con mis asuntos, no me hagáis mostraros mis habilidades. Id en paz. – Dijo en tono cansado y casi abatido. 

– ¡Silencio caído! – le espetó Azael a la cara – Es la voluntad de lo alto la que hemos venido a hacer cumplir esta noche. En las alturas sabemos que tu tiempo se ha cumplido. De la que vienes ha sido la última guerra que provocas. Sin ti, los hombres no habrán de sufrir más allá de su propia esencia física en su tránsito a la vida plena. 

Samael suspiró con tristeza. 

– Cinco venís a mi, Azael. Esta noche, cuatro veces asistirás perplejo al fin de lo inmortal antes de que llegue el tuyo propio. 

“No lo comprendéis, pero sea como queréis”, pensó. Y acto seguido les espetó: “Es llegada, la hora del dolor”. 

Samael retrasó su pierna y brazo derechos, flexionó la izquierda y dobló el brazo libre mostrando el codo a sus oponentes, ofreciendo una figura majestuosa en posición de una bien estudiada defensa. La guardia de la llama rebasó a Azael por ambos lados y pausada y cautelosamente descendieron los tres escalones hasta rodear en diagonal al ángel caído, los cuatro con las azules espadas sujetas verticalmente por ambas manos. Los cuatro obedecieron como un resorte ante un inapreciable gesto de su superior y bajando las armas amenazaron al enemigo, quien por toda respuesta, cerró los ojos, pues no necesitaba ver lo que habría de pasar, lo sabía perfectamente y aunque una parte de sí mismo anhelaba desesperadamente iniciar la batalla, la otra, que cada día yacía más enterrada, lloraba de pena ante la guerra. 

De forma súbita, el ángel que tenía en su parte trasera izquierda se abalanzó sobre él con la espada lista para asestar un mortal tajo descendente, mientras los otros tres daban un solo paso adelante para estrechar el círculo y dificultar las maniobras del acorralado. Pero sucedió que Samael previó el movimiento y asiendo fuertemente con ambas manos la empuñadura de piedra se agachó hasta rozar el suelo con la rodilla y fue él quien lanzó un incontestable mandoble horizontal que barrió el aire con destellos de oro atravesando al guardia por la cintura. 

El espectáculo que siguió fue desolador incluso para el propio caído, pues el guardia se vio envuelto primero lentamente, pero con violencia luego en medio de un torbellino de llamas negras que giraban alrededor de todo su cuerpo. Si en un primer momento permaneció quieto, como no entendiendo lo que sucedía, el joven guardia empezó a sentir una extraña sensación, una opresión sobre todo él, y poco a poco empezó a percibir un dolor creciente, cada vez más agudo que se traslucía a través de unos ojos atenazados por el más profundo de los miedos, mientras observaba cómo las llamas de su espada se iban apagando hasta no quedar de ella más que la empuñadura marfileña, que se hizo añicos de forma grosera cuando la mano que la asía, viéndose privada de su fuerza la dejó caer al suelo. 

El dolor le hizo doblarse por la cintura y una fuerza invisible dobló todas sus articulaciones hacia el lado contrario al natural, rompiendo huesos, desgarrando músculos y quebrando ligamentos de aquella envoltura mortal en la que el ángel se había encarnado. Acto seguido comenzó la presión, que se abatió sobre él como una esfera que fuera encogiendo y encerrando al joven en su interior; unas paredes invisibles fueron plegando su cuerpo sobre si mismo y destrozando lo poco ileso que quedaba. La cabeza estaba grotescamente doblada, una pierna llegaba ya por detrás a la altura de los hombros y los brazos estaban pegados al pecho en el que se hundían irremediablemente, destrozando las costillas, mientras las llamas negras laceraban la carne de todo el cuerpo. 

Mientras lo que ya era una masa informe y sanguinolenta seguía reduciéndose esféricamente, de su interior comenzaron a aparecer unos destellos de luz que como si fueran jirones de niebla brillante abandonaron su centro y se dirigieron a la hoja de la espada que portaba Samael, quien solemnemente en pie, acercó la hoja a este humo para recibirlo. Aquello consumaba la doble muerte del ángel guardián, la de la carne y la del espíritu eterno que portaba en su interior. Finalmente, la carne hirvió unos instantes antes de que las llamas desaparecieran y sólo quedara un fino polvo negro sobre el suelo de piedra. 

“El fin de lo inmortal”, pensó un Azael perplejo y aterrado, viendo como la última brizna de la esencia de su joven guardia era absorbida por “Justicia”. El brazo de Samael percibió un leve cosquilleo fruto de la oscilación de la espada, que parecía vibrar al haberse atiborrado de poder absorbiendo el alma de aquel ángel valeroso. 

Azael hizo un gesto, los tres guardias restantes subieron a su lado y tras unas escuetas palabras se marcharon tan sigilosamente como habían aparecido, dejando la cripta en silencio iluminada por dos reflejos, azul uno y el otro rojo, y en cuyo centro cuatro ojos esmeraldas destilaban el brillo de la incertidumbre. Ambos contendientes se medían con la mirada, viendo hasta lo que está oculto, viendo lo que yace tras la fachada de la materia pues tenían el don de leer el alma, de acariciarla. 

– Cuánto debes haber sufrido, Samael, hermano. Estás casi vacío de don, apenas si te queda un soplo de lo que fuiste y lo tienes enterrado en lo más profundo. Rebosas anti-don, te ha dominado, estás perdido y aún en mitad de tu magna e incalificable traición me mueves a la piedad, te tengo lástima; – Y al borde de las lágrimas y bajando la voz hasta el susurro, le confesó – yo mismo he intentado interceder por ti. En infinitas ocasiones he acudido al Verbo para pedirle que renueve lo poco de amor que te queda y encuentres el camino de vuelta a nosotros pero siempre me responde lo mismo, que yo no lo entiendo. Nunca me ha hablado de la última vez que os encontrasteis en su Gloria el día de tu caída. Explícamelo tú, hermano, quiero, necesito saber qué pasó para haberte perdido. 

Samael estaba bloqueado. Una duda sombría le sacudió las entrañas como un rayo. ¿cómo no sabía Azael lo ocurrido en la Gloria? ¿acaso … sería posible que Él no hubiera explicado sus motivos a sus hermanos?, no, aquello era impensable. Su lucha interior estaba llegando al límite que su naturaleza sobrehumana podía tolerar y le estaba consumiendo como si en el centro de su pecho se alojara una daga que destrozaba sus entrañas. Amaba a aquél ser de forma sincera, habían compartido tantas cosas, los recuerdos se le venían a millones, los paseos por la Gloria, los susurros entre las estrellas, las misiones a través de los ciclos, las zambullidas en el poder supremo, casi su vida entera. Pero su otro yo le negaba todo esto y le instaba a acabar con la existencia del ser que tenía delante; su orgullo no necesitaba de la piedad de nadie, estaba ebrio de autocomplacencia y seguridad en su superioridad. Y poco a poco fueron estos los sentimientos que ganaron la liza. 

– No te será revelado lo que no sepas ya y tu compasión no me afectará. Me merezco el respeto que inspira el miedo y no la piedad de un títere como tú que nunca se ha cuestionado nada. Busca a tu Verbo y pídele que te ilumine, pues ahora mismo soy yo el que te va a acercar una luz y te aseguro que la luz de mi espada resulta de un calor totalmente distinto al que Él emite. – le espetó con violencia, y en su más interno fuero, supo en ese mismo instante que se había expresado con una dureza innecesaria por puro despecho e impotencia, pero no le importó. 

– Sea como quieres. Me has de ver emplearme a fondo contra ti pues si cayera, buen pago sería mi existencia si con ello cayeras tú y pudiera librar así al género de los hombres de tu iniquidad y anatema. 

– Sea pues. 

Y dicho esto, ambos se dispusieron como hicieran hacía miles de años en su última lucha. Se acercaron y uno frente a otro, hincaron la rodilla derecha en tierra y asieron la muñeca del contrario como gesto de respeto. Inclinaron la cabeza y meditaron algunos segundos. Se volvieron a mirar y deseándose cielos calmos se soltaron, se separaron ampliamente y alzaron sus espadas. 

“Entonces se entabló una batalla en el cielo”. 

El silencio y el frío parecían haberse intensificado, toda la naturaleza parecía observar de forma pavorosa y atónita aquella macabra danza de la muerte, pues ambos ángeles empezaron a caminar en círculos hacia su derecha sin perder de vista al contrario, y con cada vuelta que completaban se acercaban un paso y caminaban más deprisa. Un giro, dos, seis, ocho giros. Sus espadas casi podrían tocarse en caso de extenderlas hacia el otro cuando de repente Azael cambió el sentido de su marcha y se abalanzó de manera desenfrenada sobre Samael. Éste percibió el movimiento y rápido como un rayo dispuso su propia espada para bloquear el golpe de su hermano, lo cual consiguió sin mayor dificultad. 

Se produjo un extraño y vibrante sonido, una pequeña explosión luminosa y una lluvia de chispas que rebotaron contra el suelo cuando ambas llamas se encontraron y cada cual ayudó con su poderosa anatomía y fuerza espiritual al avance de su hoja hacia el contrario, pero ninguna se movió ni un mínimo. El fuego de cada espada parecía intentar devorar al de su oponente en una lucha que iba más allá de la simple pugna de dos voluntades, cada lengua de fuego peleaba con su gemela de la otra espada, se retorcían, se anudaban y se estiraban. 

Aquello no podía ser. No era posible que “Castigo” hubiera resistido al contacto directo con “Justicia”, debería haber quedado reducida a polvo. Samael se retiró rápidamente y con toda la velocidad de que era capaz intentó ganar la espalda de su hermano para intentar un golpe en diagonal por el flanco izquierdo de este. Pero al igual que sucediera antes, el golpe quedó detenido en una cascada de chispas. 

Samael no se explicaba la circunstancia de que su rival aún se mantuviera en pie, era imposible, una locura. Estaba tratando de encontrar una respuesta cuando al mirar a Azael notó clavados en él sus ojos verdes y percibió sobre los ecos metálicos de la danza de las espadas un rumor procedente de los labios apenas abiertos de su oponente que le dio la explicación. En principio no parecía más que un efecto del esfuerzo pero el rumor le resultaba familiar, como oído hacía una inmensidad temporal, si, lo recordaba pero no lo entendía. 

Los golpes, fintas y estocadas se sucedieron de forma rabiosa y el rumor fue creciendo de labios del ángel de la luz y en mitad de aquel mar de sonidos, destellos y gruñidos Samael entendió al tiempo el rumor y la fortaleza de su enemigo. Azael estaba recitando el tercer himno de la gloria, una oración que llamaba a la vida de las criaturas a través de su creador, de tal forma que implorando a la vida, Azael aún se mantenía en ella. 

En mitad del estupor de Samael por la inteligencia de aquella estrategia, la voz de Azael fue alzándose cada vez más poderosa hasta que estuvo recitando aquella arcana salmodia a voz en grito y adelantándose descargó una serie de tremendos golpes sobre la espada del primogénito entre los primogénitos, a los que este a pesar de responder tan bien como podía estuvieron cercanos a herirle severamente el hombro izquierdo. 

Enfurecido por haber bajado la guardia y avergonzado por su debilidad, Samael hizo ver que llegaba su turno con una rápida cascada de tajos, estocadas y molinetes seguida de un río de descargas devastadoras, llegando hasta el punto de que Azael hubo de apoyar su rodilla izquierda en tierra. 

En esa posición de sumisión se hallaba, cuando Samael, con la mirada cegada de ira y odio se disponía a administrarle el golpe final. Y así lo hizo. Mas la estocada quedó detenida en el aire, casi rozando el cabello del ángel postrado, por una mano infantil que asió el macizo de llamas con una firmeza asombrosa, y Samael sintió una presencia largo tiempo deseada, una presencia por la que había gritado y llorado miles de veces, una presencia sedante que desprendía el calor abrasador del amor puro. Extasiado estaba Samael cuando de una boca oculta tras las llamas una voz exclamó de forma incontestable: 

– Deteneos ahora. No iréis más allá.