martes, 28 de octubre de 2014

La clave de bóveda 7/7

REGRESO

Una aurora de rosados dedos empezaba a bañar con una luz tenue y mortecina los restos del santuario. Algunos pájaros habían empezado a trinar saludando al nuevo día. El viento frío mecía la hierba y la corriente del cercano arroyo mecía el musgo en su interior.

El soldado dio la vuelta y encaró el pueblo bajando por la ladera de la colina. Pronto ganó las primeras ruinas y enfiló la calle que llegaba hasta la plaza. La recorrió con parsimonia, paseando, observando y oliendo el espectáculo que la guerra ofrecía a cualquiera que se detuviese a contemplarlo.

En la plaza el gran roble seguía sirviendo de apoyo a la cuerda de la que pendía un ahorcado, que el viento mecía con un absurdo movimiento pendular. El soldado prosiguió caminando, y al llegar a la altura del ahorcado, sin siquiera mirarlo, sujetó al pelele por una rodilla y lo dejó quieto.

En el otro extremo de la plaza nacía una calle en cuya acera derecha había un montículo de escombros que casi ocultaban un cadáver de lo que parecía haber sido una mujer en tiempos mejores. Sólo tenía un ojo abierto pues la mitad de su rostro había desaparecido dejando al descubierto los huesos del cráneo y una cuenca vacía. Le faltaba la mano derecha, que había sido arrancada a mordiscos por alguna fiera y la superficie de su estómago descendía en una curva obscena merced a que sus entrañas habían desaparecido por un horrible desgarro en el flanco izquierdo.

El soldado se acuclilló a su lado y cerró el ojo que le quedaba. De la nada hizo aparecer una flor blanca y tras observarla un instante se la dejó en el regazo y se levantó. Se marchó sin mirar atrás. No merecía la pena.

Con sus armas al hombro se encaminó hacia el Este. Llevaba tiempo pensando en volver allí. Años atrás y desde la distancia había sembrado las semillas de una guerra devastadora que habría de estallar en el Este en pocos meses. Sería una guerra recordada de una forma especial por su grandeza, su injusticia y su virulencia y no quería perdérsela. Ahora menos que nunca, porque ahora más que nunca, era su labor.

Y él era bueno en su labor.






Sevilla, 04 de Enero de 2007

domingo, 26 de octubre de 2014

La clave de bóveda 6/7

AGONÍA

El tiempo parecía haberse detenido. Ambos contrincantes estaban completamente desconcertados ante lo que acababa de ocurrir. Permanecían inmóviles, petrificados por la sorpresiva aparición y por lo que parecía ser el desenlace de la titánica lucha. Samael fue el primero en reaccionar, tenía la victoria a una distancia insignificante de la punta de su espada y su orgullo y su soberbia le alentaron a seguir adelante.

– ¡No, ahora no! – dijo con una voz negra que escapaba entre sus dientes apretados y echó todo su peso sobre la empuñadura para intentar lograr salvar el mínimo recorrido que le quedaba para destruir a Azael.

– ¡Basta!, hemos dicho – respondió la voz, esta vez con un ligero toque de hastío – pues no será esta noche cuando se dirima el principio de las cosas.

Y acto seguido la otra mano infantil asió las muñecas de Samael y apretó tan fuerte que obligó a este a soltar la espada y dar un paso atrás. A continuación el niño agarró la hoja por su medio, la volteó hasta la horizontal y mirando fíjamente con sus ojos grises a Samael, añadió:

– Te previnimos del uso de esta espada y no Nos has escuchado. Por tu causa, no existe futuro para ella. Observa ahora las consecuencias de tus actos.

Samael contempló atónito cómo lentamente las llamas adyacentes a la mano fueron adquiriendo una tonalidad más apagada, perdiendo brillo y substancia, las lenguas de fuego se movían más lentamente y con trabajo. Las llamas se estaban congelando en medio de un insufrible chirrido como el producido por una poderosa fricción de metal contra metal desnudo, el grito de un poder arcano que desaparece. La espada quedó rígida en poco tiempo, exhibiendo una hoja cubierta de picos de hielo bajo los cuales aún fluía muy lentamente un río de fuego espeso. El Verbo entonces asió la empuñadura, alzó la espada, elevó su rodilla derecha y descargó un golpe terrible sobre ella, de tal forma que la hoja estalló en una miríada de partículas de hielo y fuego en mitad de un rugido ensordecedor al que siguió un lúgubre silencio. Luego lanzó la empuñadura al aire y esta se transformó en un cuervo que saliendo de la cripta se fue elevando en el cielo con aire melancólico hasta desaparecer. Entonces el silencio quedó roto por el rumor de un suave soplo de viento y por el sonido de una gota que por fin terminó de llegar al charco.

El Verbo se volvió hasta donde Azael seguía arrodillado y tomándolo por la barbilla le dijo con dulzura:

– ¿Por qué?

Y por la mente de un Azael al borde de las lágrimas de agradecimiento cruzaron como relámpagos millones de sólidas razones que respaldaban su comportamiento pero, aún turbado por el miedo pasado y por el alivio presente solo acertó a decir:

– Así debía ser.

El niño comprendió al instante todo lo que pasaba por su cabeza y entendió sus motivaciones. Le acarició la mejilla con el dorso de la mano atrapando una lágrima entre sus pequeños dedos. Posó su mano sobre la cabeza del ángel arrodillado y suspiró. Se acercó al montículo de negro polvo que antes había sido un guardia de la llama y cogiendo un puñado lo depositó entre las manos de Azael diciéndole:

– Así es. Ahora vuelve con tus hermanos y arroja estas cenizas en las aguas del lago. Pronto tus legiones volverán a ser cuatro.

Dicho esto, Azael se incorporó y caminó hasta Samael, quien había permanecido en un respetuoso silencio. Apoyó su mano en el hombro del caído y le expresó, ya sin resto alguno de resentimiento ni amargura:

– Adiós hermano. En este punto me despido de ti de forma irremediable, pues mi corazón presiente que no hemos de volver a vernos hasta que se complete el ciclo de los tiempos. Te deseo paz en tu camino y luz para tus días.

– Una y otra me fueron negadas, ya no las añoro. – Le respondió.

– En cualquier caso te las deseo en recuerdo de lo que una vez fuiste.

Y diciendo esto dirigió su verde mirada y sus pasos a la escalera de piedra que partía de la cripta y moría en el frío aire nocturno, que lo acogió en un abrazo gélido antes de desaparecer.

Samael quedó un tanto melancólico. Los recuerdos, otra vez aquellos condenados recuerdos… Se volvió para buscar al Verbo y lo encontró al fondo de la cripta, sentado en la piedra del altar, balanceando sus pequeños pies en el vacío y se dirigió allí deteniéndose al pie de los tres escalones. El niño estaba bañado por la luz de la luna, que luchaba con el tenue brillo dorado que exhalaba su cuerpo.

– Y ahora que – dijo Samael con las palmas extendidas.

– ¿Ahora?, las cosas seguirán como están, aún tienes mucho trabajo que hacer y percibimos que te gusta lo que haces, has alcanzado gran maestría en tu labor. Colmas nuestras expectativas con cada gesta que acometes.

– Te oigo hablar y aún me cuesta trabajo creer que todo esto pueda haber nacido de ti, es contrario a tu naturaleza.

– ¿Tú crees?, eso es muy interesante pero somos más complejo de lo que ninguna criatura, incluso una tan perfecta como tú, podría siquiera llegar a imaginar. Nuestras motivaciones se encierran en lo más profundo de Nos mismos, allí donde nadie más que Nos puede llegar.

– Esa es una verdad que he aprendido con dolor.

El Verbo permaneció callado unos instantes, apoyó ambos brazos en la piedra y detuvo el balanceo de sus piernas. Bajó la cabeza y quedó mirando pensativamente el suelo. Samael no pudo dejar de observarle; era lo que tanto tiempo había deseado, volver a sentirlo junto a él, volver a sentir la ardiente compañía de la mística presencia, el calor de la fuente de la vida. Estaba extasiado, ensimismado en sus pensamientos cuando el Verbo prosiguió.

– Nos has desobedecido. – Dijo el niño con algo de tristeza – Cuando te encomendamos tu tarea solo te restringimos a una condición y no la has respetado. No debiste usar nuestra espada contra uno de nuestros hijos.

– ¿Acaso debía permanecer inerte cuando mi propia existencia corría peligro por la iniciativa propia de uno de tus más poderosos hijos? – sentenció Samael, consciente de que había usado medios desorbitados.

– Veo que el tiempo te ha vuelto soberbio y muy pagado de ti mismo.

– No fue el tiempo, sino la carga que me impusiste, recuerda que me propusiste un dilema insoluble, en el que cada uno de los dos caminos posibles conducía lejos de ti.

– Tss, tss, tss no sigas por ahí, hijo Nuestro, eso ya quedó zanjado cuando aceptaste la misión. Pero el hecho es que nos has desobedecido, y tú mejor que nadie debe saber que para cada falta hay un castigo, y ¿cuál habría de ser el tuyo?, pues aunque no te des cuenta lo estás sufriendo en este preciso instante.

Samael quedó pensativo, no alcanzaba a comprender bien lo que… la sangre se le heló en las venas, ahora lo veía y su castigo era de una inteligencia poco común.

– Veo que ahora tus ojos ven claro lo que claro estuvo desde que aparecimos aquí. Te condenamos a un segundo desarraigo, y te aseguramos que será peor que el primero.

A pesar de llevar dentro de sí mismo la semilla de la ingratitud, el odio y la soberbia, Samael durante miles de años había anhelado de forma desesperada el reencuentro con su creador, con su padre, pues aunque caído, su naturaleza seráfica le impulsaba a estar cerca de la divinidad. Estar junto a ella le reconfortaba, le aliviaba, le servía de apoyo, era como la calma tras la tormenta y ahora había vuelto a disfrutar esa paz. Samael sabía de sobra que el Verbo podría haber intervenido sin necesidad alguna de acercarse hasta donde él y Azael luchaban a vida o muerte, el solo deseo de que parasen habría bastado, pero había aparecido allí para que el caído gozara de su presencia y poder así quitársela al cabo de poco tiempo, condenándolo a un segundo desarraigo.

La comprensión de aquel hecho le sacudió de tal forma que le hizo perder la presencia del ánimo, le temblaron las piernas y finalmente cayó de rodillas con los brazos extendidos y la cerviz doblada ante el altar. Escasos instantes después, sus lágrimas humedecían el polvo del suelo.

– Escucha mi ruego, Elohim – suplicó Samael de forma sincera; con los ojos arrasados en lágrimas y la voz quebradiza estaba en un estado de nervios y lucha interna que había superado hacía miles de años y que ahora volvía con renovada violencia – ya pasé por esto y casi acaba conmigo. Hazme la merced de no condenarme de nuevo a lo mismo, no podría soportarlo.

– No imaginas cómo lamentamos el verte así, no en vano eres nuestro hijo más querido, pero ya no hay remedio a eso que nos pides – dijo el Verbo bajando de la piedra y yendo a sentarse justo frente a su ángel caído. Acercó una mano y acarició la de su hijo.

– No es justo, no es justo, no es justo… – repetía Samael sacudiendo la cabeza entre sollozos de forma monótona, como recitando una salmodia que fuera capaz de alejar de él aquella terrible realidad.

Los sollozos se convirtieron en llanto abierto, y este en gritos desesperados de dolor infinito que rompieron el silencio de la noche y perturbaron la paz de las piedras y la hierba, pero pronto todo quedó de nuevo sumido en la tranquilidad del sueño nocturno. Finalmente, se recompuso lo suficiente como para poder seguir hablando.

– No te necesito, ya pasé por esto yo solo y volveré a hacerlo de nuevo, resurgiré del abismo en que me sumes. Pero esta vez seré yo el que te despide. Yo soy la estrella de la mañana y la luz de las estrellas nunca se observará junto a la del Sol. Déjame ahora.

– Sea.

Y dicho esto, el niño se puso de pie y se dirigió a la escalera. A mitad del ascenso se giró y casi con un susurro se dirigió a la figura que seguía postrada en el suelo.

– No olvides Lucifer que Nos somos el principio rector.

Y Samael cuya lucha interna estaba próxima a terminar, pues el odio se imponía sobre su naturaleza angélica solo acertó a añadir con otro susurro hosco, duro, áspero y nocivo:

– Olvídate de mi, Elohim – y mentalmente añadió – por piedad.

El Verbo, desde las escaleras lo observó llorar y pensó “Cómo podríamos olvidarte”. Nunca podría olvidar el sacrificio de su hijo más amado. Y siguió ascendiendo hasta que sus pies desaparecieron por la abertura de la cripta dejando atrás el más lacerado grito de dolor desgarrado que nunca se oyó en la tierra, el cielo o el abismo.

Las tinieblas eran insondables, inabarcables.

El silencio era más que ausencia de sonido alguno.

Unos ojos inyectados en sangre y enrojecidos por el llanto y el dolor.

Una naturaleza.


“Resurgiré de mi abismo, yo soy la estrella de la mañana.” 

sábado, 25 de octubre de 2014

La clave de bóveda 5/7

ABISMO

La llanura era vastísima y la vista se perdía entre el océano de nieve blanca y lisa que la tapizaba. El aire era gélido y cortaba como miles de cuchillas. El cielo era del color oscuro de un atardecer casi convertido en noche y en el cenit, las estrella titilaban misteriosamente lejanas. En la superficie, los dieciséis rumbos posibles de una innecesaria rosa de los vientos conducían indefectiblemente hacia un horizonte plano donde el blanco se fundía con la tiniebla, pues a aquél lugar adimensional era imposible llegar y del que no existía salida, simplemente se estaba o no se estaba.

Justo en medio de aquella extensión había un pequeño y extraño lago cuyas aguas parecían haberse congelado en mitad un remolino producido por una furiosa tempestad, pues sus olas de hielo yacían inmóviles en imposibles escorzos de un desaforado dinamismo. En el centro del lago se hallaba una estructura de negra andesita formada por cuatro columnas que se elevaban sobre tres peldaños engarzados en el hielo y en medio de aquella negra techumbre se encontraba un perfecto dodecaedro de mármol blanquísimo, sobre cuya cara superior había una muesca en la que se encajaba una esbelta y delicada jarra de cristal cerrada por un tapón de metal. Cada superficie del dodecaedro tenía esculpida el símbolo de seis virtudes y seis vicios en caras contrapuestas y si la superior tenía bajo la base de la jarra el símbolo del odio, la cara no expuesta a la vista sobre la que se apoyaba la pieza de mármol presentaba la figura del amor, como símbolo de algo que se tuvo y que ahora yacía enterrado en lo más hondo.

Samael gustaba de pasear alrededor del lago, dejando profundos surcos en la gruesa capa de nieve y haciendo saltar por los aires los picos de hielo de las olas que quedaban al alcance de su pie. Le gustaba estar allí; allí disfrutaba de la paz más absoluta, todo quietud, todo profunda reflexión. Y de una forma muy particular, aquel lugar poco a poco le complació por oposición a aquel otro tan parecido y del que había sido expulsado.

La primera vez que llegó a aquel lugar, éste era muy distinto. Menos el templete en el centro del lago, casi todo era igual que en aquel otro espacio atemporal. Y recordó unas palabras.

“Te hemos dotado de un lugar como este, fuera del espacio y el tiempo para que aprendas a conocerte, un refugio al que puedas acudir una vez que tu caída se haya consumado, un retiro necesario que será tu reino. Haz de el lo que quieras.”

Millones de veces había sentido el calor abrasador del amor que desprendía el Verbo, una calidez que envolvía hasta las más profundas entrañas de los serafines que lo rodeaban. Y a pesar de la tibia temperatura del aire que lo rodeaba, ya no sentía el calor que tan familiar le había sido durante su ya larga existencia. Todo parecía igual, pero todo era distinto, carente de la chispa divina que tanto le reconfortaba y en la cual buscaba refugio, apoyo y comprensión. Aquel lugar, aunque maravillosamente armonioso y acogedor estaba vacío, pero vacío de una forma absoluta. No había en él el más mínimo asomo ni resto de don. Era un erial del sentimiento, del cariño, la ternura, la compasión y del amor mismo, y así se decidió a no pisar nunca las riberas de la isla lacustre por el recuerdo de aquella otra isla en la que en un tiempo fue feliz.

Pronto se puso manos a la obra y se dedicó de manera obstinada a conocer su nueva naturaleza, a estudiarse, a controlar su nuevo poder, pues poder era. Pero en seguida percibió que aquello le sobrepasaba con mucho, no tenía la suficiente fortaleza para dominar todo aquel odio que le susurraba al oído y le corrompía las entrañas, de modo que se decidió por un aprendizaje escalonado; dejaría parte del odio encerrado fuera de sí y lo iría asumiendo cuando estuviera preparado para hacerlo, poco a poco.

Una vez decidido a dejar parte de la pesada carga que portaba, creó la jarra de cristal, que ubicó en una de las riberas del lago. Se sentó junto a ella y asiendo fuertemente sus asas, acercó su boca a la boca del recipiente y suspiró. De su boca fue apareciendo una extraña suerte de turbia neblina de reflejos azules que se dirigió hacia la jarra como siguiendo un camino invisible y cuando quedó llena la cerró con el metal.

Se sintió en seguida muy mejorado, más libre, más liviano, más limpio, y comenzó a analizarse y aprehenderse a través de infinitas horas de profunda meditación. Cada día mejoraba en su propio conocimiento y cuando estaba preparado, se acercaba a la jarra, retiraba el metálico tapón y aspiraba una nueva porción de aquella pútrida niebla que le corroía el alma. Tardó muchos miles de años, pero finalmente, la jarra quedó vacía y Samael comprendió que su nueva naturaleza constaba de doce principios no equilibrados entre sí, unos fruto del amor y otros fruto de la maldad.

Una vez vacía, Samael caminó hasta el lago y se dispuso a alcanzar la orilla de la isleta, pues ya poco le importaban los sentimientos que había traído de aquel otro lugar, de modo que adelantó una pierna y su pié se hundió de manera irremediable en las frías aguas. Al instante, la humedad hizo que sus ropajes adquirieran un tono más oscuro y luminoso, una mancha que se extendió hasta la mitad de la pierna. Era la primera vez que se mojaba y no le gustó pero siguió adelante; cuando se hubo sumergido hasta el pecho se dio impulso con los brazos y alcanzó la orilla. Salió del agua. Estaba empapado. De sus cabellos caían lágrimas acuosas que se estrellaban contra las briznas en una lluvia de diamantes.

Le irritaban la humedad, las prendas pegadas a su cuerpo, la perturbación del agua, el sonido de los chapoteos y las gotas que le habían entrado en los ojos y en la boca. Le irritaba su papel en aquel plan que no era el suyo. Le asfixiaba la sensación de haber sido expulsado de su hogar por sus hermanos y sufría la impotencia de que no le hubieran permitido exponer los verdaderos motivos de aquella locura. Pero, sobre todo, le angustiaba no poder volver a ver al Verbo, no estar cerca de Él.

Se sentó en el centro de la isla abrazando sus rodillas; apoyó la frente en estas y lloró larga y amargamente. Y en mitad de aquella vastedad se sintió solo y vacío. Vacío del calor vivificante, vacío del don y abandonado. Y estando así, fue en mitad de estos pensamientos cuando conoció el frío, estaba tiritando, por el frío físico y el espiritual, se estaba deslizando hacia el resentimiento contra todo lo que había amado y que ahora había perdido. El nuevo sentimiento creado para ser consubstancial a él ya había reclamado una parte de su ser.

Derrotado, triste y tembloroso como estaba, sollozó y de su boca fue emergiendo un vaho que acabó por envolverlo. Todo su cuerpo empezaba a desprender esta misteriosa neblina que se extendió por casi toda la superficie de la isla y empezó a girar lentamente. Poco a poco, la tenue nube fue adquiriendo velocidad y pronto se convirtió en una brisa, luego en un viento y finalmente en un devastador soplo de gelidez mortal. La hierba adyacente al cuerpo del caído se fue congelando, la humedad se condensaba y el viento la congelaba en mitad de un lamento de chasquidos y cristales transparentes. La nube fue abriendo su circunferencia y pronto alcanzó el agua hasta que toda esta se movió en círculos alrededor del islote, y el viento perturbaba su armonía levantando penachos líquidos que al segundo quedaban congelados en grotescos remolinos. Aquel viento gélido recorrió toda la llanura hasta congelar todo lo que alcanzaba la vista y convertir el verde y el turquesa en gris y en blanco; hasta la luz perdió buena parte de su fuerza y su calor, quedándose en una semipenumbra muy poco acogedora.


Y he aquí la manera en que el abismo quedó helado por la añoranza de lo perdido, en medio de la infinita tristeza del repudio y el destierro. 

viernes, 24 de octubre de 2014

La clave de bóveda 4/7

FUEGO

Poco a poco el brío del torbellino fue cediendo y finalmente se apagó volviendo cada llama a la hoja de “Justicia”, todas menos una. Lo que atrás quedaba no era un sucio y cansado soldado, sino un magnífico ser envuelto en negras telas, con un brillo refulgente en la mirada, una mirada que rebosaba odio y autosuficiencia, ebrio de orgullo al saberse portador de un arma que excedía en mucho a cualquier otra, un arma definitiva que nunca había sido usada en batalla alguna y que ahora reclamaba una deuda de sangre. 

En su mano brillaba un anillo, que antes la sangre seca y la suciedad habían ocultado, un anillo negro rodeado por la única llama que no había vuelto a la espada. Y bajo la ropa, en su pecho se ocultaba un insano reflejo rojo que parecía pugnar por soltarse.

Samael se volvió hacia Azael. 

– La espada génesis. Me consta que nunca antes la habías visto pues yo he sido siempre su custodio desde el momento en que Él mismo me la entregó. Nunca me retiró ese privilegio y aunque ni yo mismo me lo explico, lo cierto es que es así. Tú portas un arma magnífica, de terrible eficacia, la mía, mas yo porto la suya. 

Samael deslizó la hoja por el aire delante de sus propios ojos verdes, y la luz danzaba en ellos de forma macabra, anunciando muerte. Mirando a Azael de forma altiva y con el odio pintado en el rostro le confesó: 

– Y antes de que trates de arrasar conmigo tal como has dicho permíteme decirte algo. Esta espada solamente se ha desenvainado dos veces en toda la eternidad. La primera vez, Él creó la luz con ella acuchillando la tiniebla. La segunda vez ha sido esta y aún no sabemos que nuevo orden puede ser creado fruto de la batalla que tanto pareces anhelar. Te diré más; cada muerte, cada gota de sangre derramada, cada llanto y cada gesto de dolor que la humanidad ha tenido a lo largo de su Historia se la he ido ofreciendo como sacrificio a esta espada, que al día de hoy está tan ahíta de maldad colectiva que solamente Él y yo podemos dominarla, y te aseguro que yo la domino a la perfección. – Hizo una mínima pausa y prosiguió – De modo que ya puedes pedir a tus cohortes que vengan a buscarme porque en verdad te digo que las he de ir doblegando una a una con mi sola voluntad. Y ahora… observa. 

Samael se acercó a un gran sillar desprendido desde el techo y susurrando unas palabras, la piedra volvió a solidificarse en el espacio y el tiempo trayéndola al plano de la espada; la rozó con la punta de la hoja y la piedra durante un instante pareció hervir en un torbellino de llamas negras antes de convertirse en polvo. El silencio más profundo cubrió toda la cripta. 

– Resulta paradójico, tú a su lado portas el castigo y yo enfrentado a Él esgrimo la justicia. – Dijo Samael con una tenebrosa media sonrisa dibujada en el rostro iluminado por el fuego. 

Azael, atravesando con todo su cuerpo la enorme piedra del altar como si allí no hubiera nada, se adelantó hasta el primer escalón y quedó mirando a Samael. Los otros cuatro hicieron lo propio ligeramente retrasados abriéndose en arco, dos a su izquierda y dos a su derecha. 

– Te prevengo, viejo amigo. Aún estás a tiempo de remediar esta catástrofe. Márchate con los tuyos y déjame con mis asuntos, no me hagáis mostraros mis habilidades. Id en paz. – Dijo en tono cansado y casi abatido. 

– ¡Silencio caído! – le espetó Azael a la cara – Es la voluntad de lo alto la que hemos venido a hacer cumplir esta noche. En las alturas sabemos que tu tiempo se ha cumplido. De la que vienes ha sido la última guerra que provocas. Sin ti, los hombres no habrán de sufrir más allá de su propia esencia física en su tránsito a la vida plena. 

Samael suspiró con tristeza. 

– Cinco venís a mi, Azael. Esta noche, cuatro veces asistirás perplejo al fin de lo inmortal antes de que llegue el tuyo propio. 

“No lo comprendéis, pero sea como queréis”, pensó. Y acto seguido les espetó: “Es llegada, la hora del dolor”. 

Samael retrasó su pierna y brazo derechos, flexionó la izquierda y dobló el brazo libre mostrando el codo a sus oponentes, ofreciendo una figura majestuosa en posición de una bien estudiada defensa. La guardia de la llama rebasó a Azael por ambos lados y pausada y cautelosamente descendieron los tres escalones hasta rodear en diagonal al ángel caído, los cuatro con las azules espadas sujetas verticalmente por ambas manos. Los cuatro obedecieron como un resorte ante un inapreciable gesto de su superior y bajando las armas amenazaron al enemigo, quien por toda respuesta, cerró los ojos, pues no necesitaba ver lo que habría de pasar, lo sabía perfectamente y aunque una parte de sí mismo anhelaba desesperadamente iniciar la batalla, la otra, que cada día yacía más enterrada, lloraba de pena ante la guerra. 

De forma súbita, el ángel que tenía en su parte trasera izquierda se abalanzó sobre él con la espada lista para asestar un mortal tajo descendente, mientras los otros tres daban un solo paso adelante para estrechar el círculo y dificultar las maniobras del acorralado. Pero sucedió que Samael previó el movimiento y asiendo fuertemente con ambas manos la empuñadura de piedra se agachó hasta rozar el suelo con la rodilla y fue él quien lanzó un incontestable mandoble horizontal que barrió el aire con destellos de oro atravesando al guardia por la cintura. 

El espectáculo que siguió fue desolador incluso para el propio caído, pues el guardia se vio envuelto primero lentamente, pero con violencia luego en medio de un torbellino de llamas negras que giraban alrededor de todo su cuerpo. Si en un primer momento permaneció quieto, como no entendiendo lo que sucedía, el joven guardia empezó a sentir una extraña sensación, una opresión sobre todo él, y poco a poco empezó a percibir un dolor creciente, cada vez más agudo que se traslucía a través de unos ojos atenazados por el más profundo de los miedos, mientras observaba cómo las llamas de su espada se iban apagando hasta no quedar de ella más que la empuñadura marfileña, que se hizo añicos de forma grosera cuando la mano que la asía, viéndose privada de su fuerza la dejó caer al suelo. 

El dolor le hizo doblarse por la cintura y una fuerza invisible dobló todas sus articulaciones hacia el lado contrario al natural, rompiendo huesos, desgarrando músculos y quebrando ligamentos de aquella envoltura mortal en la que el ángel se había encarnado. Acto seguido comenzó la presión, que se abatió sobre él como una esfera que fuera encogiendo y encerrando al joven en su interior; unas paredes invisibles fueron plegando su cuerpo sobre si mismo y destrozando lo poco ileso que quedaba. La cabeza estaba grotescamente doblada, una pierna llegaba ya por detrás a la altura de los hombros y los brazos estaban pegados al pecho en el que se hundían irremediablemente, destrozando las costillas, mientras las llamas negras laceraban la carne de todo el cuerpo. 

Mientras lo que ya era una masa informe y sanguinolenta seguía reduciéndose esféricamente, de su interior comenzaron a aparecer unos destellos de luz que como si fueran jirones de niebla brillante abandonaron su centro y se dirigieron a la hoja de la espada que portaba Samael, quien solemnemente en pie, acercó la hoja a este humo para recibirlo. Aquello consumaba la doble muerte del ángel guardián, la de la carne y la del espíritu eterno que portaba en su interior. Finalmente, la carne hirvió unos instantes antes de que las llamas desaparecieran y sólo quedara un fino polvo negro sobre el suelo de piedra. 

“El fin de lo inmortal”, pensó un Azael perplejo y aterrado, viendo como la última brizna de la esencia de su joven guardia era absorbida por “Justicia”. El brazo de Samael percibió un leve cosquilleo fruto de la oscilación de la espada, que parecía vibrar al haberse atiborrado de poder absorbiendo el alma de aquel ángel valeroso. 

Azael hizo un gesto, los tres guardias restantes subieron a su lado y tras unas escuetas palabras se marcharon tan sigilosamente como habían aparecido, dejando la cripta en silencio iluminada por dos reflejos, azul uno y el otro rojo, y en cuyo centro cuatro ojos esmeraldas destilaban el brillo de la incertidumbre. Ambos contendientes se medían con la mirada, viendo hasta lo que está oculto, viendo lo que yace tras la fachada de la materia pues tenían el don de leer el alma, de acariciarla. 

– Cuánto debes haber sufrido, Samael, hermano. Estás casi vacío de don, apenas si te queda un soplo de lo que fuiste y lo tienes enterrado en lo más profundo. Rebosas anti-don, te ha dominado, estás perdido y aún en mitad de tu magna e incalificable traición me mueves a la piedad, te tengo lástima; – Y al borde de las lágrimas y bajando la voz hasta el susurro, le confesó – yo mismo he intentado interceder por ti. En infinitas ocasiones he acudido al Verbo para pedirle que renueve lo poco de amor que te queda y encuentres el camino de vuelta a nosotros pero siempre me responde lo mismo, que yo no lo entiendo. Nunca me ha hablado de la última vez que os encontrasteis en su Gloria el día de tu caída. Explícamelo tú, hermano, quiero, necesito saber qué pasó para haberte perdido. 

Samael estaba bloqueado. Una duda sombría le sacudió las entrañas como un rayo. ¿cómo no sabía Azael lo ocurrido en la Gloria? ¿acaso … sería posible que Él no hubiera explicado sus motivos a sus hermanos?, no, aquello era impensable. Su lucha interior estaba llegando al límite que su naturaleza sobrehumana podía tolerar y le estaba consumiendo como si en el centro de su pecho se alojara una daga que destrozaba sus entrañas. Amaba a aquél ser de forma sincera, habían compartido tantas cosas, los recuerdos se le venían a millones, los paseos por la Gloria, los susurros entre las estrellas, las misiones a través de los ciclos, las zambullidas en el poder supremo, casi su vida entera. Pero su otro yo le negaba todo esto y le instaba a acabar con la existencia del ser que tenía delante; su orgullo no necesitaba de la piedad de nadie, estaba ebrio de autocomplacencia y seguridad en su superioridad. Y poco a poco fueron estos los sentimientos que ganaron la liza. 

– No te será revelado lo que no sepas ya y tu compasión no me afectará. Me merezco el respeto que inspira el miedo y no la piedad de un títere como tú que nunca se ha cuestionado nada. Busca a tu Verbo y pídele que te ilumine, pues ahora mismo soy yo el que te va a acercar una luz y te aseguro que la luz de mi espada resulta de un calor totalmente distinto al que Él emite. – le espetó con violencia, y en su más interno fuero, supo en ese mismo instante que se había expresado con una dureza innecesaria por puro despecho e impotencia, pero no le importó. 

– Sea como quieres. Me has de ver emplearme a fondo contra ti pues si cayera, buen pago sería mi existencia si con ello cayeras tú y pudiera librar así al género de los hombres de tu iniquidad y anatema. 

– Sea pues. 

Y dicho esto, ambos se dispusieron como hicieran hacía miles de años en su última lucha. Se acercaron y uno frente a otro, hincaron la rodilla derecha en tierra y asieron la muñeca del contrario como gesto de respeto. Inclinaron la cabeza y meditaron algunos segundos. Se volvieron a mirar y deseándose cielos calmos se soltaron, se separaron ampliamente y alzaron sus espadas. 

“Entonces se entabló una batalla en el cielo”. 

El silencio y el frío parecían haberse intensificado, toda la naturaleza parecía observar de forma pavorosa y atónita aquella macabra danza de la muerte, pues ambos ángeles empezaron a caminar en círculos hacia su derecha sin perder de vista al contrario, y con cada vuelta que completaban se acercaban un paso y caminaban más deprisa. Un giro, dos, seis, ocho giros. Sus espadas casi podrían tocarse en caso de extenderlas hacia el otro cuando de repente Azael cambió el sentido de su marcha y se abalanzó de manera desenfrenada sobre Samael. Éste percibió el movimiento y rápido como un rayo dispuso su propia espada para bloquear el golpe de su hermano, lo cual consiguió sin mayor dificultad. 

Se produjo un extraño y vibrante sonido, una pequeña explosión luminosa y una lluvia de chispas que rebotaron contra el suelo cuando ambas llamas se encontraron y cada cual ayudó con su poderosa anatomía y fuerza espiritual al avance de su hoja hacia el contrario, pero ninguna se movió ni un mínimo. El fuego de cada espada parecía intentar devorar al de su oponente en una lucha que iba más allá de la simple pugna de dos voluntades, cada lengua de fuego peleaba con su gemela de la otra espada, se retorcían, se anudaban y se estiraban. 

Aquello no podía ser. No era posible que “Castigo” hubiera resistido al contacto directo con “Justicia”, debería haber quedado reducida a polvo. Samael se retiró rápidamente y con toda la velocidad de que era capaz intentó ganar la espalda de su hermano para intentar un golpe en diagonal por el flanco izquierdo de este. Pero al igual que sucediera antes, el golpe quedó detenido en una cascada de chispas. 

Samael no se explicaba la circunstancia de que su rival aún se mantuviera en pie, era imposible, una locura. Estaba tratando de encontrar una respuesta cuando al mirar a Azael notó clavados en él sus ojos verdes y percibió sobre los ecos metálicos de la danza de las espadas un rumor procedente de los labios apenas abiertos de su oponente que le dio la explicación. En principio no parecía más que un efecto del esfuerzo pero el rumor le resultaba familiar, como oído hacía una inmensidad temporal, si, lo recordaba pero no lo entendía. 

Los golpes, fintas y estocadas se sucedieron de forma rabiosa y el rumor fue creciendo de labios del ángel de la luz y en mitad de aquel mar de sonidos, destellos y gruñidos Samael entendió al tiempo el rumor y la fortaleza de su enemigo. Azael estaba recitando el tercer himno de la gloria, una oración que llamaba a la vida de las criaturas a través de su creador, de tal forma que implorando a la vida, Azael aún se mantenía en ella. 

En mitad del estupor de Samael por la inteligencia de aquella estrategia, la voz de Azael fue alzándose cada vez más poderosa hasta que estuvo recitando aquella arcana salmodia a voz en grito y adelantándose descargó una serie de tremendos golpes sobre la espada del primogénito entre los primogénitos, a los que este a pesar de responder tan bien como podía estuvieron cercanos a herirle severamente el hombro izquierdo. 

Enfurecido por haber bajado la guardia y avergonzado por su debilidad, Samael hizo ver que llegaba su turno con una rápida cascada de tajos, estocadas y molinetes seguida de un río de descargas devastadoras, llegando hasta el punto de que Azael hubo de apoyar su rodilla izquierda en tierra. 

En esa posición de sumisión se hallaba, cuando Samael, con la mirada cegada de ira y odio se disponía a administrarle el golpe final. Y así lo hizo. Mas la estocada quedó detenida en el aire, casi rozando el cabello del ángel postrado, por una mano infantil que asió el macizo de llamas con una firmeza asombrosa, y Samael sintió una presencia largo tiempo deseada, una presencia por la que había gritado y llorado miles de veces, una presencia sedante que desprendía el calor abrasador del amor puro. Extasiado estaba Samael cuando de una boca oculta tras las llamas una voz exclamó de forma incontestable: 

– Deteneos ahora. No iréis más allá.

jueves, 23 de octubre de 2014

La calve de bóveda 3/7

APOCALYPSIS

La llanura era vastísima y la vista se perdía entre el océano de hierba verde y fértil que la tapizaba. El aire era tibio y perfumado por las miles de flores que salpicaban la pradera. El cielo era rosado cerca del horizonte, y se iba oscureciendo progresivamente pasando por todos los tonos del morado y el azul hasta la más completa oscuridad del cenit. Y en la superficie, los dieciséis rumbos posibles de una innecesaria rosa de los vientos conducían indefectiblemente hacia un horizonte plano donde el verde se fundía con el azul, pues a aquél lugar adimensional era imposible llegar y del que no existía salida, simplemente se estaba o no se estaba.

Justo en medio de aquella extensión había un pequeño lago de aguas frías y turquesas siempre en calma. En el centro del lago aparecía un templete. Y dentro del templete había un podium, donde se erguía una pequeña columna rematada por un bello capitel, ambos del más blanco mármol, que servía de atril a un antiguo libro, el libro de la creación, el libro de la vida. Aquel lugar era llamado la Gloria.

El libro era grande y pesado, de hojas amarillentas y pastas oscuras que se cerraban con un broche dorado sobre la cubierta. Cuando la divinidad pensaba crear algo lo escribía en sus hojas blancas para dotarlo de esencia y cuando decidía crearlo simplemente leía lo escrito, para añadir substancia a la esencia y dar a luz una nueva realidad. Solamente la divinidad tenía el privilegio de substanciar realidades mediante la pronunciación del seráfico, era su privilegio, por ello los serafines, los más próximos a ella la llamaban el Verbo.

Samael nadaba por el aire apenas rozando con la punta de los pies las briznas más altas; el aire movía su cabellera negra, como sus ropas, y sus ojos verdes reflejaban brillos rosados de un horizonte inalcanzable. Había estado en aquél lugar cientos de miles de veces y aún le sorprendía la serena y sobria belleza que lo rodeaba. Le gustaba estar allí; allí disfrutaba de la paz más absoluta, todo quietud, todo profunda reflexión. Pero aquella vez era distinta. Lo notaba en la luz, lo notaba en el agua y en la hierba, algo… diferente.

Se acercó a la orilla y con gran delicadeza susurró a las aguas, quienes llevaron su mensaje hasta el templete. Una suave brisa sopló a su espalda y sintió cómo era transportado hasta el centro del lago y era depositado dulcemente en el primero de los tres escalones por los que se accedía a la zona cubierta de la estructura, un escalón a ras de agua. Los subió y esperó al pie del podium a que se le permitiera hablar.

Quien leía sobre el estrado era un niño, apenas un joven, de cabello alborotado en negros rizos, piel clara y unos insondables ojos grises que podrían ser de todos los colores y de ninguno al mismo tiempo, unos ojos ancestrales que lo miraron con una dulzura infinita. El niño no tenía sombra, nunca la había tenido pues era todo él de una tenue luz dorada. Le dijo:

– Llegado es el día en que hemos de completar lo creado y hemos venido en decidir que ha de ser en tu persona en quien se cumpla. – Hablaba con una voz suave, como un arrullo, como una caricia en lo más íntimo del alma.

– Tu sola voluntad es el motor de mi existencia. Haz de ella lo que plazca a tu sabio corazón. – Dijo Samael con contenida expectación.

– Vemos que pronto los hombres se elevarán por sexagésimo sexta vez sobre las demás criaturas y sus almas Nos buscarán, ansiosas por conocernos.

– Hace mucho que sabíamos que esto sería así y me alegra que les halla llegado el momento. Todo está dispuesto para que comiencen a caminar hacia la luz.

El niño sonrió y asintió con la cabeza. Durante largo rato permaneció en actitud pensativa, mientras Samael lo observaba con expectante respeto. Finalmente el Verbo dijo:

– Es bueno que así sea. Ya muchas veces el ciclo se ha completado de forma perfecta y así quisimos que fuera. Pero hemos ideado un nuevo camino, a cuyo final solo se podrá llegar mediante la senda del don.

– ¿Acaso hay otra?. – Preguntó Samael, casi divertido por lo obvio del razonamiento.

– Cierto es que no, y eso es lo que vamos a cambiar. Daremos a los hombres la libertad de elegir.

– ¿Libertad?, ¿elegir?, no existe alternativa natural al don, a ti. No te comprendo. – Inquirió extrañado.

– No Nos comprendes porque no conoces. Siéntate aquí y escúchanos atentamente – le respondió el niño al tiempo que se sentaba en el primer escalón y sumergía las piernas en el agua. Samael hizo lo propio. Sus cuerpos no perturbaron la superficie del agua al atravesarla. – Cuando substanciamos todo lo que en la naturaleza es, lo hicimos bajo la premisa de la dualidad y así habría días y noches, inviernos y veranos, cielos y tierra, fuego y agua, veneno y antídoto. Todo lo que los hombres veían, todo lo que disfrutaban, todo lo que les rodeaba encontraba su contrario en la naturaleza. Todo menos el don, no había contrario para el don, no había alternativa.

– Pero es que no existe alternativa para el. El don nació de ti y es el bien absoluto – exclamó Samael perplejo.

– Paciencia, paciencia. Déjanos seguir y lo entenderás – respondió el Verbo entre sonrisas. – El don tendrá su contrapeso en la naturaleza para que los hombres aprendan a valorarlo, pues hasta ahora todos lo han aceptado abiertamente más por desconocimiento involuntario que de una forma consciente. Hemos substanciado un nuevo sentimiento, para los hombres y para todos vosotros y así valoraréis aún más lo que desde hace tanto venís gozando. A partir de este momento llamaremos al don amor y a su contrario maldad y los hombres deberán elegir cual de los dos será el principio rector de sus acciones, pues con esta nueva dualidad las aguas ya nunca volverán a estar en calma. – Y acercando su dedo índice a la superficie del agua atrapó una gota en la yema, elevó el brazo y dejó caer la gota. Al instante se formaron en la superficie unas suaves ondas que se fueron expandiendo en círculos hasta que, perdiendo fuerza, desaparecían. – Los hombres deberán saber que a partir de ahora sus acciones serán como el agua, una gota de amor producirá ondas benéficas al ciento por uno, pero una gota de maldad las habrá de dar de sí misma.

Samael comprendió las razones del cambio planeado. Era un cambio dramáticamente inteligente.

– Hemos creado la maldad pero necesitamos de alguien que la lleve hasta los hombres, que se la revele, que les susurre al oído un camino diferente al ya estudiado para que puedan elegir, para que sean realmente libres. Necesitamos un ser de gran inteligencia y poder para que le sea posible manejar el fuego sin quedar abrasado. Samael, tú eres el primogénito entre los primogénitos, el más válido, tú eres el más perfecto de todos los ángeles, te necesitamos a ti. – El Verbo hizo una pausa para que Samael fuera asimilando lo que se le pedía, el gran esfuerzo que tendría que hacer en su nuevo cometido. – Escúchanos atentamente ahora, hijo nuestro. Tú has de ser quien cargue este peso, tú serás quien lleve el odio y la iniquidad a la humanidad, tú quien propague la peste del mal entre los hombres. Tú serás nuestro reflejo en el espejo, tú serás el reverso de la moneda, pero al tiempo, en el plan de la creación tú serás la clave de bóveda y juntos mantendremos su estructura a través de los eones.

Samael quedó atónito, aterrado, acobardado y serio. Él amaba a los hombres, los había visto crecer como especie durante más cientos de millones de siglos a través de las edades y los ciclos de los universos.

– El honor que me haces va más allá de toda medida pero la carga es aún mayor. Con una sola palabra tuya podrías hacer realidad tus pensamientos y así yo no sufriría. No estoy seguro de desear este papel en el nuevo orden.

– Si vamos a imponer a los hombres esta libertad tan dura siendo ellos tan imperfectos, lógico y necesario es que entre nuestros hijos hagamos lo propio siendo ellos mucho mejores en todos los niveles. Pues bien, Nos proponemos dar a los hombres el más alto ejemplo con nuestra más alta criatura. – Y añadió de manera taxativa – Tu posición no tiene salida, pues si no asumes esta misión caerás en la desobediencia y si cumples con ella sembrarás el mundo de calamidades. Esta es, pues tu primera lección: debes aprender a dominar el mal o él te dominará a ti.

Samael cayó por largo tiempo en profunda reflexión. Su corazón era presa de los más encontrados sentimientos. Aquella era una sensación nunca antes vivida y no le gustaba, pero el niño le había dicho la verdad, no había salida.

– Acepto tu mandato, pues si tu voluntad es llevar la nueva vía a los hombres ¿quién soy yo para negarla?. – y bajando la cabeza claudicó.

– Así debe ser, Samael. Cuando los hombres hagan el mal acudirán a ti, te buscarán como fuente del anti-don y serás odiado por tu gran poder pues nadie que te busque te amará sinceramente; asimismo te odiarán los que recorran el camino del amor, pues serás tú quien aparte a los suyos de esa senda. – El Verbo se giró y levantó la cabeza de Samael tomándolo por la barbilla hasta que sus ojos se encontraron en un remolino verde y gris. – Pero Nos hemos de velar por ti pues has aceptado de corazón el sacrificio. Sacrificamos a nuestro hijo más querido para que el hombre gane la libertad. Y en verdad te decimos que nuestro agradecimiento para contigo será infinito cuando se agote la arena del reloj de los tiempos.

El Verbo se levantó y subiendo peldaños y podium llegó hasta el libro. Una vez arriba hizo un gesto hacia Samael indicándole que subiera a su lado, lo cual hizo con ánimo abatido y al borde de las lágrimas, pues no sabía muy bien cómo pero tenía por cierto que nunca volvería a ser el mismo cuando volviera a bajar. Ascendió y se situó frente a él, al otro lado del libro. La Divinidad le dijo que el honor que le hacía era grande, pues ninguna criatura había asistido nunca a la génesis de ninguna realidad del universo, ya que, cuando creaba las realidades lo hacía en soledad para que ni siquiera una mínima parte de la esencia del testigo pudiera contaminar la nueva forma, pero que en este caso Samael se había ganado sobradamente el derecho a asistir al nacimiento de lo que debería ser parte de su naturaleza en adelante.

Una vez hubo hablado, abrió el libro por la primera página en blanco tras las demás escritas y permaneció en un silencio reflexivo durante unos segundos. Finalmente se dispuso a crear la esencia del nuevo sentimiento. Para ello apoyó su mano izquierda sobre el capitel y adelantó su brazo derecho con los dedos extendidos y la palma hacia abajo sobre la página en blanco hasta que mano y papel se encontraron a tan solo unos milímetros de separación. Y entonces pensó en la maldad. La bella luz rosada del horizonte fue bajando de intensidad y la oscuridad del cenit se apoderó rápidamente de todo el cielo. Hasta las estrellas dejaron de lucir. Y en mitad de aquellas tinieblas Samael contempló atónito el misterio del nacimiento de las nuevas realidades, viendo cómo el espacio entre mano y libro se iluminaba con una pálida luz dorada que fue creciendo mínimamente de intensidad merced a la voluntad de Verbo. Una vez diseñada la idea, éste apartó la mano, que fue dejando tras ella estelas doradas en el aire y con una voz misteriosa y profunda le dijo “He aquí la esencia de la nueva criatura”. Inmediatamente sobre el papel en blanco se fueron formando unas líneas como minúsculas serpientes de la misma luz dorada que palpitaban vida, se retorcían, se dilataban y se contraían en un baile caótico mientras quemaban el papel escribiendo a fuego en su superficie el nombre del nuevo sentimiento en caracteres seráficos. Una vez completada la escritura, tan pronto como aparecieron, las líneas luminosas se desvanecieron en el aire.

El corazón de Samael estaba henchido de gratitud y asombro ante el milagro de la concepción y era incapaz de apartar la vista de aquellos símbolos que nadie había contemplado nunca, pues los ángeles no necesitaban de un lenguaje escrito. Pero al tiempo, la misma esencia desprendía una emanación perversa que oprimía el aire en torno al libro y doblegaba su ánimo, ya que, toda la perversidad que luego habría de recorrer el mundo se encontraba concentrada en una sola y pequeña palabra de delicados contornos.

– Has asistido a la concepción, pero el nacimiento es diferente, hijo nuestro. Apóstate a nuestra espalda, pues cuando esta criatura salga a la luz será poderosa y ni tú mismo quedarías indemne de un encuentro cara a cara, Nos seremos tu escudo. – Le señaló el Verbo, y un Samael atemorizado corrió hasta el lugar y pegando su espalda a la divina, cerró los ojos y esperó.

Acto seguido, el niño posó una mano sobre cada página del libro e inclinándose hasta casi rozar la frente con el papel, susurró el nombre de la esencia en el lenguaje de los ángeles. Las letras empezaron a moverse, retorcerse, constreñirse y calentarse hasta que hirvieron y de ellas emanó un humo blanco que subió lentamente en espiral hasta formar una pequeña nube sobre el libro, quedando entonces las letras de nuevo en forma inerte. El Verbo se incorporó y tras ordenarle “Ve”, sopló, y una brisa se fue llevando el humo hasta dispersarlo por el aire, que recuperó su luz y color habitual. Entonces se volvió.

Samael permaneció como estaba y notó cómo el creador posaba las manos sobre sus hombros mientras le decía:

– Está hecho. Gran parte de la esencia salida del libro se ha fundido con la tuya. Para que aprendas a dominarla era primordial que fuera parte de ti mismo y así lo hemos dispuesto. Aquí comienza tu nuevo camino Samael. En adelante tus hermanos te repudiarán, no por odio, pues no lo conocen, sino por la impureza que ha anidado en tu interior. Serán tus enemigos y te combatirán, así debe ser, es el nuevo orden. – Las lágrimas corrían por las mejillas del ángel maldito, que bajó la cabeza y a través de sus párpados y sus ropas observó tatuado en el centro de su pecho un símbolo negro de extraña apariencia y sinuosas líneas, el que habría de convertirse en su estandarte, un círculo asaeteado por un aspa con cada uno de sus cuatro extremos atravesados, que simbolizaba sus dos naturalezas opuestas, el amor y el dolor, pero unidas en el plan divino. Y observó como un anillo de negra obsidiana y extraño diseño se enroscaba alrededor de su dedo anular derecho. El creador posó su mano derecha sobre la cabeza del ángel y prosiguió – Ahora ve, enfréntate a ellos y pierde la batalla. Y serás derrotado porque no te permitiremos usar a “Justicia”, aunque habrás de conservarla como muestra de que aun estando contra Nos, sirves a nuestra causa. – Acariciando la cabeza de su hijo, prosiguió – Te hemos dotado de un lugar como este, fuera del espacio y el tiempo para que aprendas a conocerte, un refugio al que puedas acudir una vez que tu caída se haya consumado, un retiro necesario que será tu reino, haz de el lo que quieras. – Hizo una pequeña pausa y añadió con voz incontestable – Te ordenamos partir, hijo nuestro, Samael, pues ya eres Lucifer, la estrella de la mañana y la luz de las estrellas nunca se observará junto a la del Sol. Déjanos ahora.

– Pero de esta forma me condenas a no volver a verte, ¡no me pidas eso!, haré todo lo que quieras pero no me apartes de tu lado, ¡sin ti yo no soy nada!

– Debe ser así, nuestro querido serafín, solo con tus propios medios debes conocerte, Nos no debemos interferir.

Samael no pudo decir nada, las palabras no alcanzaban a expresar una mínima parte de lo que le creía dentro. Por toda contestación se sacudió las manos del creador de un manotazo y bajó los escalones. Atravesó el lago casi rozando las aguas pero salpicando y creando miles de ondas con cada paso. Al verlo alejarse el Verbo reflexionó “Ya ha comenzado, he aquí ante Nos el mal hecho criatura”.

Al llegar a la orilla, Samael se volvió con los ojos arrasados en lágrimas y una mirada turbia de puro odio concentrado. Nunca hubiera creído que podría hacer ese desplante a su padre, a su amigo, a su propio corazón, pero él mismo le había cargado con el mayor peso que soportaría nunca criatura alguna. Debía aprender pronto a sobrellevarlo, a dominarlo y sacarle provecho o se consumiría en su propio fuego. Desde el templete en el centro del lago le llegó alta y clara una voz como de miles de niños que a coro le dijeron “No olvides Lucifer que Nos somos el principio rector”. Y Samael quiso por última vez dirigir una súplica amorosa a quien había creado su esencia y realidad, pero su voz le traicionó y de su boca salió un sonido en forma de grito hosco, duro, áspero y nocivo que dijo:

- Acuérdate de mi, Elohim - y mentalmente añadió - por piedad - y dando la vuelta corrió llorando de odio y amor para enfrentarse a su destino.


El Verbo, desde el templete lo observó alejarse y pensó “Cómo podríamos olvidarte”.