APOCALYPSIS
La llanura era vastísima y la vista se perdía entre el océano
de hierba verde y fértil que la tapizaba. El aire era tibio y perfumado por las
miles de flores que salpicaban la pradera. El cielo era rosado cerca del
horizonte, y se iba oscureciendo progresivamente pasando por todos los tonos
del morado y el azul hasta la más completa oscuridad del cenit. Y en la
superficie, los dieciséis rumbos posibles de una innecesaria rosa de los
vientos conducían indefectiblemente hacia un horizonte plano donde el verde se
fundía con el azul, pues a aquél lugar adimensional era imposible llegar y del
que no existía salida, simplemente se estaba o no se estaba.
Justo en medio de aquella extensión había un pequeño lago de
aguas frías y turquesas siempre en calma. En el centro del lago aparecía un
templete. Y dentro del templete había un podium, donde se erguía una pequeña
columna rematada por un bello capitel, ambos del más blanco mármol, que servía
de atril a un antiguo libro, el libro de la creación, el libro de la vida.
Aquel lugar era llamado la Gloria.
El libro era grande y pesado, de hojas amarillentas y pastas
oscuras que se cerraban con un broche dorado sobre la cubierta. Cuando la
divinidad pensaba crear algo lo escribía en sus hojas blancas para dotarlo de
esencia y cuando decidía crearlo simplemente leía lo escrito, para añadir
substancia a la esencia y dar a luz una nueva realidad. Solamente la divinidad
tenía el privilegio de substanciar realidades mediante la pronunciación del
seráfico, era su privilegio, por ello los serafines, los más próximos a ella la
llamaban el Verbo.
Samael nadaba por el aire apenas rozando con la punta de los
pies las briznas más altas; el aire movía su cabellera negra, como sus ropas, y
sus ojos verdes reflejaban brillos rosados de un horizonte inalcanzable. Había
estado en aquél lugar cientos de miles de veces y aún le sorprendía la serena y
sobria belleza que lo rodeaba. Le gustaba estar allí; allí disfrutaba de la paz
más absoluta, todo quietud, todo profunda reflexión. Pero aquella vez era
distinta. Lo notaba en la luz, lo notaba en el agua y en la hierba, algo…
diferente.
Se acercó a la orilla y con gran delicadeza susurró a las
aguas, quienes llevaron su mensaje hasta el templete. Una suave brisa sopló a
su espalda y sintió cómo era transportado hasta el centro del lago y era
depositado dulcemente en el primero de los tres escalones por los que se
accedía a la zona cubierta de la estructura, un escalón a ras de agua. Los
subió y esperó al pie del podium a que se le permitiera hablar.
Quien leía sobre el estrado era un niño, apenas un joven, de
cabello alborotado en negros rizos, piel clara y unos insondables ojos grises
que podrían ser de todos los colores y de ninguno al mismo tiempo, unos ojos
ancestrales que lo miraron con una dulzura infinita. El niño no tenía sombra,
nunca la había tenido pues era todo él de una tenue luz dorada. Le dijo:
– Llegado es el día en que hemos de completar lo creado y
hemos venido en decidir que ha de ser en tu persona en quien se cumpla. –
Hablaba con una voz suave, como un arrullo, como una caricia en lo más íntimo
del alma.
– Tu sola voluntad es el motor de mi existencia. Haz de ella
lo que plazca a tu sabio corazón. – Dijo Samael con contenida expectación.
– Vemos que pronto los hombres se elevarán por sexagésimo
sexta vez sobre las demás criaturas y sus almas Nos buscarán, ansiosas por
conocernos.
– Hace mucho que sabíamos que esto sería así y me alegra que
les halla llegado el momento. Todo está dispuesto para que comiencen a caminar
hacia la luz.
El niño sonrió y asintió con la cabeza. Durante largo rato
permaneció en actitud pensativa, mientras Samael lo observaba con expectante
respeto. Finalmente el Verbo dijo:
– Es bueno que así sea. Ya muchas veces el ciclo se ha
completado de forma perfecta y así quisimos que fuera. Pero hemos ideado un
nuevo camino, a cuyo final solo se podrá llegar mediante la senda del don.
– ¿Acaso hay otra?. – Preguntó Samael, casi divertido por lo
obvio del razonamiento.
– Cierto es que no, y eso es lo que vamos a cambiar. Daremos
a los hombres la libertad de elegir.
– ¿Libertad?, ¿elegir?, no existe alternativa natural al don,
a ti. No te comprendo. – Inquirió extrañado.
– No Nos comprendes porque no conoces. Siéntate aquí y
escúchanos atentamente – le respondió el niño al tiempo que se sentaba en el
primer escalón y sumergía las piernas en el agua. Samael hizo lo propio. Sus
cuerpos no perturbaron la superficie del agua al atravesarla. – Cuando
substanciamos todo lo que en la naturaleza es, lo hicimos bajo la premisa de la
dualidad y así habría días y noches, inviernos y veranos, cielos y tierra,
fuego y agua, veneno y antídoto. Todo lo que los hombres veían, todo lo que
disfrutaban, todo lo que les rodeaba encontraba su contrario en la naturaleza.
Todo menos el don, no había contrario para el don, no había alternativa.
– Pero es que no existe alternativa para el. El don nació de
ti y es el bien absoluto – exclamó Samael perplejo.
– Paciencia, paciencia. Déjanos seguir y lo entenderás –
respondió el Verbo entre sonrisas. – El don tendrá su contrapeso en la
naturaleza para que los hombres aprendan a valorarlo, pues hasta ahora todos lo
han aceptado abiertamente más por desconocimiento involuntario que de una forma
consciente. Hemos substanciado un nuevo sentimiento, para los hombres y para
todos vosotros y así valoraréis aún más lo que desde hace tanto venís gozando.
A partir de este momento llamaremos al don amor y a su contrario maldad y los
hombres deberán elegir cual de los dos será el principio rector de sus
acciones, pues con esta nueva dualidad las aguas ya nunca volverán a estar en
calma. – Y acercando su dedo índice a la superficie del agua atrapó una gota en
la yema, elevó el brazo y dejó caer la gota. Al instante se formaron en la
superficie unas suaves ondas que se fueron expandiendo en círculos hasta que,
perdiendo fuerza, desaparecían. – Los hombres deberán saber que a partir de
ahora sus acciones serán como el agua, una gota de amor producirá ondas
benéficas al ciento por uno, pero una gota de maldad las habrá de dar de sí
misma.
Samael comprendió las razones del cambio planeado. Era un
cambio dramáticamente inteligente.
– Hemos creado la maldad pero necesitamos de alguien que la
lleve hasta los hombres, que se la revele, que les susurre al oído un camino
diferente al ya estudiado para que puedan elegir, para que sean realmente
libres. Necesitamos un ser de gran inteligencia y poder para que le sea posible
manejar el fuego sin quedar abrasado. Samael, tú eres el primogénito entre los
primogénitos, el más válido, tú eres el más perfecto de todos los ángeles, te
necesitamos a ti. – El Verbo hizo una pausa para que Samael fuera asimilando lo
que se le pedía, el gran esfuerzo que tendría que hacer en su nuevo cometido. –
Escúchanos atentamente ahora, hijo nuestro. Tú has de ser quien cargue este
peso, tú serás quien lleve el odio y la iniquidad a la humanidad, tú quien
propague la peste del mal entre los hombres. Tú serás nuestro reflejo en el
espejo, tú serás el reverso de la moneda, pero al tiempo, en el plan de la
creación tú serás la clave de bóveda y juntos mantendremos su estructura a
través de los eones.
Samael quedó atónito, aterrado, acobardado y serio. Él amaba
a los hombres, los había visto crecer como especie durante más cientos de
millones de siglos a través de las edades y los ciclos de los universos.
– El honor que me haces va más allá de toda medida pero la
carga es aún mayor. Con una sola palabra tuya podrías hacer realidad tus
pensamientos y así yo no sufriría. No estoy seguro de desear este papel en el
nuevo orden.
– Si vamos a imponer a los hombres esta libertad tan dura
siendo ellos tan imperfectos, lógico y necesario es que entre nuestros hijos
hagamos lo propio siendo ellos mucho mejores en todos los niveles. Pues bien,
Nos proponemos dar a los hombres el más alto ejemplo con nuestra más alta
criatura. – Y añadió de manera taxativa – Tu posición no tiene salida, pues si
no asumes esta misión caerás en la desobediencia y si cumples con ella
sembrarás el mundo de calamidades. Esta es, pues tu primera lección: debes aprender
a dominar el mal o él te dominará a ti.
Samael cayó por largo tiempo en profunda reflexión. Su
corazón era presa de los más encontrados sentimientos. Aquella era una
sensación nunca antes vivida y no le gustaba, pero el niño le había dicho la
verdad, no había salida.
– Acepto tu mandato, pues si tu voluntad es llevar la nueva
vía a los hombres ¿quién soy yo para negarla?. – y bajando la cabeza claudicó.
– Así debe ser, Samael. Cuando los hombres hagan el mal
acudirán a ti, te buscarán como fuente del anti-don y serás odiado por tu gran
poder pues nadie que te busque te amará sinceramente; asimismo te odiarán los
que recorran el camino del amor, pues serás tú quien aparte a los suyos de esa
senda. – El Verbo se giró y levantó la cabeza de Samael tomándolo por la
barbilla hasta que sus ojos se encontraron en un remolino verde y gris. – Pero
Nos hemos de velar por ti pues has aceptado de corazón el sacrificio.
Sacrificamos a nuestro hijo más querido para que el hombre gane la libertad. Y
en verdad te decimos que nuestro agradecimiento para contigo será infinito
cuando se agote la arena del reloj de los tiempos.
El Verbo se levantó y subiendo peldaños y podium llegó hasta
el libro. Una vez arriba hizo un gesto hacia Samael indicándole que subiera a
su lado, lo cual hizo con ánimo abatido y al borde de las lágrimas, pues no
sabía muy bien cómo pero tenía por cierto que nunca volvería a ser el mismo
cuando volviera a bajar. Ascendió y se situó frente a él, al otro lado del
libro. La Divinidad le dijo que el honor que le hacía era grande, pues ninguna
criatura había asistido nunca a la génesis de ninguna realidad del universo, ya
que, cuando creaba las realidades lo hacía en soledad para que ni siquiera una
mínima parte de la esencia del testigo pudiera contaminar la nueva forma, pero
que en este caso Samael se había ganado sobradamente el derecho a asistir al
nacimiento de lo que debería ser parte de su naturaleza en adelante.
Una vez hubo hablado, abrió el libro por la primera página en
blanco tras las demás escritas y permaneció en un silencio reflexivo durante
unos segundos. Finalmente se dispuso a crear la esencia del nuevo sentimiento.
Para ello apoyó su mano izquierda sobre el capitel y adelantó su brazo derecho
con los dedos extendidos y la palma hacia abajo sobre la página en blanco hasta
que mano y papel se encontraron a tan solo unos milímetros de separación. Y
entonces pensó en la maldad. La bella luz rosada del horizonte fue bajando de
intensidad y la oscuridad del cenit se apoderó rápidamente de todo el cielo.
Hasta las estrellas dejaron de lucir. Y en mitad de aquellas tinieblas Samael
contempló atónito el misterio del nacimiento de las nuevas realidades, viendo
cómo el espacio entre mano y libro se iluminaba con una pálida luz dorada que
fue creciendo mínimamente de intensidad merced a la voluntad de Verbo. Una vez
diseñada la idea, éste apartó la mano, que fue dejando tras ella estelas
doradas en el aire y con una voz misteriosa y profunda le dijo “He aquí la
esencia de la nueva criatura”. Inmediatamente sobre el papel en blanco se
fueron formando unas líneas como minúsculas serpientes de la misma luz dorada
que palpitaban vida, se retorcían, se dilataban y se contraían en un baile
caótico mientras quemaban el papel escribiendo a fuego en su superficie el
nombre del nuevo sentimiento en caracteres seráficos. Una vez completada la
escritura, tan pronto como aparecieron, las líneas luminosas se desvanecieron
en el aire.
El corazón de Samael estaba henchido de gratitud y asombro ante el milagro de la concepción y era incapaz de apartar la vista de aquellos símbolos que nadie había contemplado nunca, pues los ángeles no necesitaban de un lenguaje escrito. Pero al tiempo, la misma esencia desprendía una emanación perversa que oprimía el aire en torno al libro y doblegaba su ánimo, ya que, toda la perversidad que luego habría de recorrer el mundo se encontraba concentrada en una sola y pequeña palabra de delicados contornos.
– Has asistido a la concepción, pero el nacimiento es
diferente, hijo nuestro. Apóstate a nuestra espalda, pues cuando esta criatura
salga a la luz será poderosa y ni tú mismo quedarías indemne de un encuentro
cara a cara, Nos seremos tu escudo. – Le señaló el Verbo, y un Samael atemorizado
corrió hasta el lugar y pegando su espalda a la divina, cerró los ojos y
esperó.
Acto seguido, el niño posó una mano sobre cada página del
libro e inclinándose hasta casi rozar la frente con el papel, susurró el nombre
de la esencia en el lenguaje de los ángeles. Las letras empezaron a moverse,
retorcerse, constreñirse y calentarse hasta que hirvieron y de ellas emanó un
humo blanco que subió lentamente en espiral hasta formar una pequeña nube sobre
el libro, quedando entonces las letras de nuevo en forma inerte. El Verbo se
incorporó y tras ordenarle “Ve”, sopló, y una brisa se fue llevando el humo
hasta dispersarlo por el aire, que recuperó su luz y color habitual. Entonces
se volvió.
Samael permaneció como estaba y notó cómo el creador posaba
las manos sobre sus hombros mientras le decía:
– Está hecho. Gran parte de la esencia salida del libro se ha
fundido con la tuya. Para que aprendas a dominarla era primordial que fuera
parte de ti mismo y así lo hemos dispuesto. Aquí comienza tu nuevo camino Samael.
En adelante tus hermanos te repudiarán, no por odio, pues no lo conocen, sino
por la impureza que ha anidado en tu interior. Serán tus enemigos y te
combatirán, así debe ser, es el nuevo orden. – Las lágrimas corrían por las
mejillas del ángel maldito, que bajó la cabeza y a través de sus párpados y sus
ropas observó tatuado en el centro de su pecho un símbolo negro de extraña
apariencia y sinuosas líneas, el que habría de convertirse en su estandarte, un
círculo asaeteado por un aspa con cada uno de sus cuatro extremos atravesados,
que simbolizaba sus dos naturalezas opuestas, el amor y el dolor, pero unidas
en el plan divino. Y observó como un anillo de negra obsidiana y extraño diseño
se enroscaba alrededor de su dedo anular derecho. El creador posó su mano
derecha sobre la cabeza del ángel y prosiguió – Ahora ve, enfréntate a ellos y
pierde la batalla. Y serás derrotado porque no te permitiremos usar a
“Justicia”, aunque habrás de conservarla como muestra de que aun estando contra
Nos, sirves a nuestra causa. – Acariciando la cabeza de su hijo, prosiguió – Te
hemos dotado de un lugar como este, fuera del espacio y el tiempo para que
aprendas a conocerte, un refugio al que puedas acudir una vez que tu caída se
haya consumado, un retiro necesario que será tu reino, haz de el lo que
quieras. – Hizo una pequeña pausa y añadió con voz incontestable – Te ordenamos
partir, hijo nuestro, Samael, pues ya eres Lucifer, la estrella de la mañana y
la luz de las estrellas nunca se observará junto a la del Sol. Déjanos ahora.
– Pero de esta forma me condenas a no volver a verte, ¡no me
pidas eso!, haré todo lo que quieras pero no me apartes de tu lado, ¡sin ti yo
no soy nada!
– Debe ser así, nuestro querido serafín, solo con tus propios
medios debes conocerte, Nos no debemos interferir.
Samael no pudo decir nada, las palabras no alcanzaban a
expresar una mínima parte de lo que le creía dentro. Por toda contestación se
sacudió las manos del creador de un manotazo y bajó los escalones. Atravesó el
lago casi rozando las aguas pero salpicando y creando miles de ondas con cada
paso. Al verlo alejarse el Verbo reflexionó “Ya ha comenzado, he aquí ante Nos
el mal hecho criatura”.
Al llegar a la orilla, Samael se volvió con los ojos
arrasados en lágrimas y una mirada turbia de puro odio concentrado. Nunca
hubiera creído que podría hacer ese desplante a su padre, a su amigo, a su
propio corazón, pero él mismo le había cargado con el mayor peso que soportaría
nunca criatura alguna. Debía aprender pronto a sobrellevarlo, a dominarlo y
sacarle provecho o se consumiría en su propio fuego. Desde el templete en el
centro del lago le llegó alta y clara una voz como de miles de niños que a coro
le dijeron “No olvides Lucifer que Nos somos el principio rector”. Y Samael
quiso por última vez dirigir una súplica amorosa a quien había creado su
esencia y realidad, pero su voz le traicionó y de su boca salió un sonido en
forma de grito hosco, duro, áspero y nocivo que dijo:
- Acuérdate de mi, Elohim - y mentalmente añadió - por piedad
- y dando la vuelta corrió llorando de odio y amor para enfrentarse a su
destino.
El Verbo, desde el templete lo observó alejarse y pensó “Cómo
podríamos olvidarte”.








