CRIPTA
El soldado llegó al
límite de las casas, allí donde comenzaba un pequeño prado que iba ligeramente
cuesta arriba y al final del desnivel se encontraba la mole maciza y ruinosa
del santuario. Se trataba de un complejo circular en el que antaño se alzaban varias
edificaciones pertenecientes al culto divino, entre ellas las dependencias del
clero, las salas de acogida de peregrinos, las zonas de aprovisionamiento y
abastecimiento consistentes en almacenes, aljibes, una pequeña huerta y varias
estancias subterráneas. Algunos restos quedaban aún del gran espacio a cielo
abierto en el que una vez al año se celebraba el rito de la renovación de la
alianza de la divinidad con el hombre, y sobre todo aquel conjunto, en su mismo
centro, desde donde de forma radial partían las calles que cohesionaban el
santuario, se alzaban imponentes las ruinas de un antiquísimo templo. De este
sólamente quedaban algunas columnas y en algunas zonas el arranque de unos
muros de fría piedra, así como el enlosado de un suelo que en tiempos mejores
habían sido hollado por las pisadas de los más poderosos señores de la Tierra,
se había deleitado con músicas imposibles y había recibido la suave caricia del
incienso en las dulces noches de la primavera.
El soldado paseó
por la hierba que cubría buena parte del conjunto, dejando caer su mirada aquí
y allá, como reconstruyendo en mitad de la actual desolación un pasado glorioso
extinto hacía mucho. Había sido un importante lugar de veneración durante
siglos pero otras guerras hacía ya tiempo habían devastado la comarca, su gente
y su antigua fe. El militar se acercó al templo y subiendo tres escalones se
internó en el laberinto de baldosas sueltas y esquinas rotas que era el piso
del templo; los intersticios habían sido tomados en justa reconquista por la
vegetación, que ahora se alzaba tímidamente triunfante en aquel mar de piedra
lisa. Justo en la cabecera del templo se encontraba la entrada a una cripta,
cuna y génesis del templo y santuario todo, pues desde el inicio de la
humanidad aquél había sido un lugar sagrado. El soldado bajó los desbastados
escalones, lentamente, como alguien que sabe hacia donde va pero entiende que
ya le es ajeno, disfrutando de un doloroso placer difícil de explicar.
La cripta era
grande y majestuosa, pero una vez dentro, cualquier parecido con un lugar
sagrado hacía tiempo que había dejado de ser apreciable, pues estaba sucio de
polvo, con gigantescas telarañas, y gracias al derrumbamiento parcial en
algunos tramos del techo de la nave media entraban la luz azulada de la Luna y
la lluvia. El suelo estaba grotescamente inclinado, dando a aquel espacio una
pendiente que había facilitado la formación de un gran charco en la zona
derecha conforme se bajaban los escalones, y sobre el que con lento y doloroso
llanto caía una gota tras otra en decadente canción. Había escombros del
derrumbe por todas partes y el viento entraba a raudales con un rumor lastimero
y tenebroso. Y hacía frío.
El soldado paseó
por las capillas laterales apenas iluminadas por la tenue luz lunar que daba
misteriosa y grotesca apariencia a las figuras de los capiteles. Las paredes se
encontraban cubiertas de delicados relieves y sus figuras, que talladas hacía
milenios por los mejores maestros canteros, ejercían de silenciosos guardianes
de la nada. Al soldado se le vinieron a la mente unos versos oídos hacía mucho
tiempo.
El altar se
componía de un sólido pie de piedra que aguantaba como un Atlas una gigantesca
roca horizontal de la longitud de dos hombres y el grosor de uno. Se contaba
que esa roca había estado allí desde el comienzo de los tiempos y que se la
eligió como altar por ser sobre ella, donde la divinidad misma se había
aparecido a los primeros pobladores de la comarca. El soldado dejó sus armas en
un capitel desprendido, descubrió su cabeza y en mitad de aquel frío, aquellas
tinieblas y aquel rumor del viento ascendió los tres peldaños que elevaban el
altar, y separando los brazos se apoyó en el frontal de la piedra y hundió la
cabeza entre los hombros, quedando entonces mirando hacia abajo.
En este estado
permaneció largo rato; los recuerdos y las sensaciones se agolpaban en su mente
como si alguien pudiera leer multitud de libros al mismo tiempo. Recordó muchas
de las actividades a las que se había dedicado en su vida, muchas. Había sido
responsable de cosas que le habrían revuelto las tripas incluso al más infame
de los hombres. Pero en el fondo era en la guerra en la que se sentía liberado
de todo. Nadie le reprochaba que hiciera su labor con una espantosa y fría
eficacia, con una carencia de sentimientos casi inhumana. Porque era bueno en
su labor. Recordó decenas de guerras, cientos de armas, miles de batallas y
millones de muertes, todas iguales y todas diferentes. Si, la suya había sido
una vida plena de gozo fúnebre y galope desatado de los instintos humanos más
primarios. Muy pocos habían conseguido ganarse un mínimo de su respeto pero
nadie había alcanzado su posición, ni de lejos. Si, la suya había sido una
buena vida, y lo que aún estaba por venir, o eso quería creer, pues no había
pasión en lo que hacía, simplemente, fría y mortal eficacia.
Se incorporó.
Suspiró. Se le ocurrió practicar un pequeño juego al que hacía ya mucho que no
jugaba y sonrió. Se arrodilló, cruzó las manos sobre el pecho, cerró los ojos y
reclinando la frente contra la fría piedra del altar, entonó una oración.
Estaba pensando que aquello lo recordaba más divertido cuando en su mente se
dibujó una duda muy poco divertida, ¿sería realmente un juego, una broma, o una
necesidad que surgía desde lo más profundo, una necesidad más grande de lo que
estaba dispuesto a reconocer incluso ante sí mismo?, pero en mitad de aquel
silencio ninguna respuesta le vino a socorrer. Silencio. Hasta que…
- Tu carencia de
respeto no conoce límites. - Susurró una voz a su derecha.
El soldado no se
inmutó. Siguió con los ojos cerrados, apoyada la frente y arrodillado. Conocía
aquella voz perfectamente aunque hacía un océano de tiempo que no la oía, desde
su primera batalla, lejos en el espacio y lejos en el tiempo. Era una voz bella,
nítida, pausada y bien modulada que le había hablado en un lenguaje arcano,
secreto y prohibido, no oído en la tierra desde hacía cientos de miles de años.
La voz pertenecía a
un hombre de edad indefinida que se hallaba sentado e incorporado hacia delante
en un viejo capitel desprendido de su columna justo en el borde de la penumbra,
con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, el brazo izquierdo sobre el
regazo y la palma libre apoyada en el mentón. Tenía la piel mínimamente
bronceada, el largo pelo azabache le caía en melancólicos tirabuzones sobre los
hombros, sus ropajes negros estaban inmaculados pese a la suciedad que lo
circundaba. La boca dueña de aquella voz era un sensual lecho de finos labios
rojos enmarcados en un rostro de facciones perfectas en medio del cual dos ojos
de un verde profundo observaban la escena, en parte curiosos y en parte
precavidos. Y añadió:
– Francamente, se
me escapa por qué haces esto. Si lo haces de veras, ya debes saber que no
existe en el universo perdón para ti, y si es alguna especie de broma, resulta
de un gusto pésimo.
Con gesto elegante
y femenino escondió un mechón de pelo que colgaba sobre su ceja tras la oreja;
se levantó y echó a andar en dirección al altar. Lo hizo lentamente, y aunque
sus pies apenas rozaban el suelo incomprensiblemente no dejaban huellas en el
polvo que cubría las piedras de la solería. Se acercó al soldado y descansó su
mano sobre el hombro sucio del militar diciendo:
– Dime que
pretendes. Puedes iniciar y ganar miles de guerras para ellos pero la tuya está
perdida desde aquel día en que decidiste abandonarnos. Yo te apreciaba más que
a ninguno de los otros, eras mi hermano, mi gemelo. Todos te querían y
respetaban, eras el modelo de comportamiento para miríadas de criaturas perfectas.
Me causaste un dolor infinito cuando me obligaste a luchar contra ti Samael.
Ahora solo me queda la pena y la añoranza de un pasado feliz que no ha de
volver nunca.
Se separó del
soldado y dio la vuelta al altar de manera que quedaron enfrentados por la
piedra. Samael se levantó; suspiró y abriendo sus ojos, también verdes, entonó
en la misma lengua olvidada que había usado el joven lo que parecía una
letanía.
– Se mostró la
Gloria ante mis ojos …
– ¡Silencio caído!
- Dijo el joven repentinamente airado y exaltado, a voz en grito - Él mismo te
expulsó de la Gloria. Tienes vedado hablar en nuestra lengua. Tus hermanos te
prohibimos el seráfico en el momento de tu destierro.
Entonces el soldado
sentenció con un tono frío y tranquilo, pero de una contundencia feroz:
– Muchas veces lo
he hablado en soledad desde aquél día sin que Él me haya amonestado y te
aseguro por lo que tengas más sagrado que ni tú ni todas tus cohortes podréis
impedirme hablar en la lengua en la que vine a la luz. – le espetó.
– ¡Te prohíbo que
hables de sagrado en mi presencia, impío!. Probarás mi fuego si no refrenas esa
lengua venenosa con la que tanta muerte has sembrado.
– ¿Me amenazas,
Azael?, ¿acaso se te ocurre enfrentarte a mí sin su orden expresa ni el apoyo
de los tuyos? – Samael miró fíjamente al joven con los ojos envueltos en la
llama de una pasión devastadora y añadió quédamente - No me tentarás; te
destruiría con solo desearlo. Venciste porque Él luchaba a tu lado; recuerda
que yo era el primogénito entre los primogénitos. Tú sólo no eres rival para
mi.
Durante unos
minutos todo quedó en silencio mientras ambos se miraban fíjamente. Aunque todo
era calma sus voluntades se escrutaban midiendo al oponente. Un golpe de viento
entró por la bóveda agujereada y con él la luz de la luna que iluminó aquel
altar que se había convertido en frontera natural entre dos mundos. Samael
volvió la vista hacia la piedra, de la que la luz lunar sacaba mínimos brillos
azulados y sonriendo, rompió el silencio con un susurro.
- Admiro tu
dedicación, Azael. Ahora ocupas el más alto puesto reservado a criatura alguna
y lo haces bien, eres la llama abrasadora y el agua vivificante. Toda una
existencia comprometida al servicio y al sacrificio, sin preguntas, pura
pasión. – Se detuvo un instante y clavó sus pupilas esmeralda en las pupilas
gemelas del joven. – Pero recuerdo bien algo. Yo mismo te expuse mis dudas y
cuestiones a su voluntad, te las razoné, te di argumentos sólidos sobre los que
estuvimos conversando más de mil años mortales, te tenté, ¿lo recuerdas tú?.
Eras reacio, echabas abajo mis razones una por una con el discurso claro y
limpio del que debe hacerlo, pero ¿era sincero o era necesario?. – Y añadió
lacónicamente, – Estoy seguro de que fue lo primero, pero … por un momento, un
fugaz instante fuiste mío, no lo puedes negar, te conozco demasiado bien. –
Suspiró. – ¿Lo sabe Él?, seguro que sí. ¿Nunca te ha dicho nada?, seguro que
no. Pero llegará. Lo sabe todo, todo lo juzga, puede que tarde pero llegará. Te
condenará por una duda tan fugaz como un latido.
Azael seguía en
silencio. Las palabras de Samael habían hecho una pequeña mella en la
formidable armadura de su voluntad y aunque era mínima, no estaba acostumbrado
a ello, solo lo había sentido otra vez en toda su existencia, estaba confuso.
Dio un paso atrás y acercó su mano derecha a su cadera izquierda, agarró el
aire y tiró despacio. En su mano se materializó una brillante empuñadura de
obsidiana de finas líneas e increíble belleza. Tras ella, lentamente fue
apareciendo acompañada de un agudo sonido una hoja hecha de fuego, de trémulas
llamas azuladas y blancas, un fuego frío y abrasador al tiempo. La luz de la
espada formidable iluminó todo el altar al tiempo que Azael blandía su arma
ante los ojos precavidos de Samael, y le dijo:
– ¿Recuerdas a
“Castigo”?. Seguro que sí. Tú mismo la forjaste y ella misma te hizo caer de lo
más alto; yo mismo te la arrebaté en tu caída y la renombré, dándole parte de
mi esencia; ni siquiera eres digno de pronunciar su anterior nombre; fue el
último retazo que viste de la gloria mientras la tiniebla empezaba a rodearte.
Desconfío de ti, Diablo, no irás más allá esta noche pues he venido para
exiliarte por segunda vez, y ésta habrá de ser definitiva. – Dijo; agarrando la
empuñadura con ambas manos apuntó hacia el soldado y añadió de forma
incontestable – En su nombre te conmino a que abandones este lugar sagrado, a
que dejes el mundo de los hombres y vuelvas al abismo, donde has de pudrirte en
soledad desde esta noche. Mis legiones están prestas a cumplir este mandato y
en esta ocasión no habrá cuartel para ti, Lucifer, mala estrella.
– En su nombre
dices, ¿seguro que es así?, yo creo que nunca te daría la orden de eliminarme.
Tú no comprendes el plan divino, nunca lo has hecho. Apuesto a que está
terriblemente disgustado por este arranque tuyo de propia iniciativa que no
conduce a nada. – Se pasó la mano por el cabello con aire indiferente mientras
miraba fijamente a su interlocutor y prosiguió – Si, es cierto, solo tú y Él
podríais hacerme daño, mucho, pero tú solo no acabarías conmigo pues fuiste el
segundo, yo permanecí con el Verbo mucho tiempo a solas antes de que tú fueras
substanciado, y aprendí y participé de su poder, de modo que piensa
detenidamente lo que dices, pues el mejor resultado que conseguirías
enfrentándote a mi sería un empate vergonzoso.
No bien había
acabado de decir esto cuando a espaldas de Azael aparecieron cuatro figuras con
ropajes tan negros como los suyos, todos con los ojos azules, y el cabello
largo, aunque cada uno lo tenía de un color, negro, rubio, pelirrojo y castaño.
Los cuatro portaban espadas de empuñadura de marfil y llamas tan azules como la
de Azael. Él mismo había forjado aquellas cuatro espadas para ellos. Eran la
Guardia de la Llama.
Por toda
contestación Samael, sonrió, y poco a poco fue riendo, hasta llenar la cripta
con siniestras carcajadas que hicieron huir con vuelo intranquilo a algunas
palomas que dormitaban en los nervios del techo. Una vez calmado recordó con una
punzada de melancolía que el Padre le había dado el apodo de “Luciferarius”, el
portador de la luz, apodo que había pasado a ser “Lucifer”, la estrella de que
anuncia la noche, la noche del alma.
– Ira. Miedo.
Extraños sentimientos para un ser como tú. Jamás hubiera dicho que volvería a
verte airado y atemorizado pero eso ya no es nuevo entre nosotros, ¿cierto?. –
Samael le dio la espalda y bajó los tres escalones. Una vez allí susurró –
¿Sabes lo que escribieron los hombres sobre aquella vez?, si, claro que lo
sabes: “Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles
combatieron con el Dragón. También el Dragón y sus ángeles combatieron, pero no
prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos”. Nos llamaron de otra
manera y yo no tuve ni tengo ángeles, estoy solo, pero captaron la esencia de
lo sucedido. ¿Acaso quieres repetirlo hoy, aquí?
– También tú sabes
que está escrito: “¿Cómo has caído del cielo astro rutilante, hijo de la
aurora, has sido arrojado a la tierra, tú que vencías a las naciones?, tú
dijiste en tu corazón: el cielo escalaré, por encima de las estrellas de Dios
elevaré mi trono. Por el contrario, al She'ol has sido precipitado.” – Y añadió
en tono lacónico – Si se repitiera la batalla ten por seguro que el resultado
sería diferente, esta vez arrasaríamos contigo y no podrías seguir apartando a
los hombres del camino de la luz.
– Puede que fuera
así, pero habría que verlo. Y por cierto, para que veas lo mucho que te amo
todavía te revelaré algo que sé que tu corazón anhela saber desde aquel día ya
tan lejano.
– Nada tienes que
yo pueda querer. Eres el reverso de la moneda, el reflejo en el espejo, ya no
eres parte de nosotros, ya no.
– Eso es muy
cierto, pero ¿recuerdas a “la que fue perdida”?, ¿recuerdas a “Justicia”?
Azael frunció el
ceño en signo de desconfiada interrogación y lo miró expectante. Aquello no era
posible, era inconcebible; no tenía sentido que Samael supiera donde estaba
“Justicia”, pues sólamente había existido una espada forjada por la divinidad
misma, nacida de su propia esencia, aquella que correspondía al alto mando de
las legiones celestiales. Su poder era tan alto que el Padre advirtió de su uso
a Samael, quien de forma muy prudente la mantuvo siempre envainada y fuera del
alcance de cualquiera. Cuando la espada primordial era desenvainada, a su
alrededor se detenía el tiempo.
En su lugar, Samael
había forjado su propia arma, una bellísima espada en la que había puesto su
corazón y toda su sabiduría, una forja que le había llevado más de tres mil
años. El triste día de la batalla, el Padre mismo prohibió a Samael usar a
“Justicia” y este luchó blandiendo a “Castigo”. Tras la derrota de su alma
gemela, Azael se convirtió en el portador de la llama azul, como le
correspondía por ser el nuevo alto mando. Desde entonces nunca nadie supo que
había sido de “Justicia”, pues se creía, y con muchos fundamentos que la propia
divinidad había vuelto a custodiar el arma que forjara.
Samael repitió el
gesto del joven y llevó su mano derecha a su cadera izquierda, tomó aire,
agarró fuertemente la nada y tiró. Y poco a poco fue surgiendo una forma negra
y brillante, una empuñadura casi gemela a la de “Castigo”. Tras ella y entre
extraños susurros de graves voces imposibles fue apareciendo una hoja ígnea de
llamas doradas, rojas y anaranjadas que se retorcían y mecían como si las
agitara una brisa inexistente.
El viento se
detuvo y con él la hierba, las nubes no avanzan por el cielo, un cielo en el
que los murciélagos habían quedado petrificados en mitad de su vuelo y la
enésima gota de agua quedó suspendida a medio camino de estrellarse contra el
charco de la cripta. El tiempo se había detenido. Cuando la hoja estuvo
totalmente desenvainada su luz iluminó toda la bóveda y con una rapidez
asombrosa las llamas de la hoja subieron por la mano del caído.









